Desde hace décadas Naciones Unidas destaca determinados días del año para prestar atención a problemas mundiales, para acercarse y acercarnos a su solución. Cada 21 de septiembre se hace énfasis en la paz. Este año Naciones Unidas, coincidiendo con la conmemoración de los 70 años de su nacimiento, ha escogido como lema «Asociaciones para la paz. Dignidad para todo el mundo». El secretario general de la ONU ha recordado al proponer el tema que para construir la paz es necesaria la colaboración de todo el mundo: personas, emprendedores, gobiernos y asociaciones, visto el papel primordial que tienen todos ellos en la consecución del progreso social, la protección del medio ambiente y la creación de un mundo más justo, estable y en paz. Y, tal como continúa diciendo el mensaje de la ONU este año el día internacional de la paz llega en momentos de peligro pero al mismo tiempo prometedores, ya que será de gran importancia la adopción de los nuevos objetivos de desarrollo sostenible, con hitos para el 2030. Sustituirán los Objetivos del Milenio, que despedimos con sabor agridulce: han permitido mejoras sustantivas pero no se han alcanzado completamente de manera universal. Un momento, pues, interesante y sugestivo, dado que los nuevos objetivos incorporan explícitamente finalidades e hitos vinculados a la paz.
Sin embargo, este año nuestra declaración es más combativa, con un título contundente, normativo y no simplemente descriptivo. Un título que quiere ser en él mismo una incitación a la acción: ¡No habrá paz sin coherencia entre las palabras y los hechos! La coherencia es un tema recurrente en la acción colectiva para la paz, como se acuerda con la citación de la célebre frase «No hay camino para la paz, la paz es el camino»: los fines y los medios tienen que ser congruentes en la lucha por la paz y la justicia. O, como se suele decir al hablar de educación para la paz, hay que buscar la coherencia entre los hechos y las palabras porque, de lo contrario, si los hechos no son congruentes con las palabras, el currículum oculto -lo que los educadores y las instituciones educativas transmiten con su quehacer procedimental real- acaba anulando y despilfarrando el poder transformador del currículum explícito, de lo que se dice que se hará.
Y éste es el problema punzante que nos interpela este 21 de septiembre: el currículum oculto se impone al explícito; los hechos ahogan las palabras. Los hechos muestran, con contundencia, la inanidad de muchas palabras. La incoherencia es la norma.
Seguramente todos intuyen a qué nos referimos: la crisis humanitaria y migratoria procedente de los centenares de miles de refugiados que llegan, a través del Mediterráneo particularmente, al continente europeo, en busca de asilo, de refugio, pidiendo que se aplique la convención de 1951 y, sobre todo, que sean ciertas las palabras y antiguos hechos que hablan de la UE como un territorio de paz, bienestar, prosperidad, defensa de los derechos humanos, de acogida y esperanza, un territorio que promueve la libre circulación de personas, ideas, bienes… Los hechos, sin embargo, se empeñan en decir otras cosas: no hay política común de asilo, muchos países comunitarios optan por añadirse a la moda de construir muros, rechazan la entrada de personas, las trasladan a otros lugares, modifican sus legislaciones para dar apariencia de legitimidad a la inmoralidad, incluso utilizan gases lacrimógenos contra refugiados que vienen de África y de Oriente Medio.
Más de medio millón de personas han llegado a nuestras costas en lo que va de año. Ciertamente es un problema de gestión, pero también es cierto que la mayoría de ellas han sido recibidas con hechos incoherentes con las palabras e ideales que aconsejaron buscar un mecanismo para acabar con el flagelo de la guerra después de la II Guerra Mundial, creándose la Comunidad Europea.
Y todo eso ocurre en el momento en que nos preparamos para clamar a crear sinergias y alianzas para la paz y el desarrollo, a dotarnos de un nuevo programa para el 2030. En el momento en que, según datos recientes del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, el mundo cuenta con más de 60 millones de desplazados y refugiados, una cifra que sólo podría compararse, en términos relativos, con la derivada del fin de la II Guerra Mundial. O en cifras «personalizadas» en un momento en que una de cada 122 personas del mundo es refugiado, desplazado interno o demandante de asilo. O cuando, cuatro años después del inicio de la guerra interna en Siria, actualmente hay más sirios desplazados internamente y refugiados fuera del país que ciudadanos sirios que permanecen en su casa.
Y en este contexto, tenemos que encarar, en términos de coherencia, dos noticias contradictorias. Una esperanzadora, que nos llena de alegría y de esperanza de cara al futuro: la solidaridad activa y directa de la ciudadanía, de muchas ciudades y sus autoridades, de muchas administraciones gubernamentales no centrales, como la catalana y la barcelonesa, que se movilizan y preparan para acoger personas. La mala: el espectáculo vergonzoso de las instituciones de la UE, incapaces incluso de decidir cómo repartir la acogida de 120.000 personas entre los estados miembros, una cifra lejos de la reclamada por la ONU y todavía más lejos de las necesidades reales. Además, las instituciones ni siquiera se plantean seriamente actuar para poner remedio a las causas estructurales del movimiento de refugiados y para enfrentar la segunda oleada de la crisis; los próximos años habrá que gestionar en el continente unos dos millones de refugiados, dado el número ya existente y lo que se puede derivar de la aplicación del derecho de reagrupamiento, que puede multiplicar las cifra actuales por dos o tres.
Y aquí está donde, como ciudadanos de la UE, nos jugamos el prestigio. Donde el currículum oculto está acabando con el ejemplo de una Unión en la que se otorgó un premio Nobel por su contribución a la paz y a los derechos humanos. Lo que hay en juego no es sólo una crisis humanitaria y migratoria, es una crisis de dignidad, de coherencia, de identidad.
Este 21 de septiembre no es momento de palabras grandiosas y de grandes reflexiones sobre la paz. Hay que llamar a la coherencia, coherencia y coherencia. La paz, hoy, significa abrir fronteras, cumplir las obligaciones del derecho internacional, acoger personas. Hoy, más que nunca, la paz y la solidaridad dependen de la ternura de las personas y del buen comportamiento de las instituciones.
Barcelona, 21 de septiembre de 2015

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