Las sociedades democráticas están inmersas en un proceso creciente de politización. La movilización política en torno a asuntos altamente divisivos se ha traducido en un cuestionamiento de los pilares fundamentales de nuestros sistemas políticos, y en la polarización de las sociedades en las que habitamos.
Proyectos ideológicos antagónicos generan actualmente una creciente confrontación en sociedades que ven aparecer nuevas brechas por razón de la identidad, disparidades socioeconómicas, las migraciones, el rechazo a las instituciones políticas tradicionales o el encaje territorial.
La polarización, en tanto que la existencia de posicionamientos enfrentados respecto a temas de debate, no es en sí misma negativa para la sociedad. Pero más allá de la confrontación de ideas propia de un sistema democrático, existe un fenómeno que va en aumento en muchas democracias consolidadas y que es pernicioso en muchos sentidos. Es lo que llamamos polarización tóxica, una dinámica en la que se menosprecian y deslegitiman los posicionamientos diferentes al propio: se ven a “los otros” como “enemigos”, y no hay lugar para el diálogo, el debate y la confrontación constructiva ideas.
Hacer frente a la polarización tóxica es un reto que nos interpela tanto individual como colectivamente porque afecta a la convivencia, la cohesión y la cultura democrática. La polarización tóxica deteriora los debates políticos y sociales, genera desafección política y puede derivar en violencia política, cada vez más presente en nuestras sociedades.