El pasado 15 de enero, cerca del municipio de Tecomán, en el estado mexicano de Colima, fue encontrada la furgoneta del abogado Ricardo Lagunes, vacía y con impactos de bala. Esa tarde, Lagunes viajaba con Antonio Díaz, integrante de la comunidad indígena de San Miguel de Aquila, profesor y defensor de los derechos humanos. Nadie ha vuelto a verles ni recibir noticias suyas desde entonces.
Los dos hombres se habían significado mucho en la lucha social y jurídica para reclamar a la empresa minera Ternium que cumpliera con los términos acordados para la ocupación de las tierras de la comunidad. Unas semanas antes de su desaparición recibieron amenazas por parte de dirigentes de la compañía.
“Queremos señalar a la empresa minera Ternium por la responsabilidad que pueda tener para que aparezcan con vida mi hermano Ricardo Lagunes y el profesor Antonio Díaz. Ternium es el actor con más poder en la región y los impactos de su operación no solamente han afectado al medio ambiente sino al tejido social, han generado conflictos y violencia. La empresa tiene relación con los distintos actores locales y pues pensamos entonces que (también) con los posibles perpetradores de la desaparición. Pedimos que se indague por ahí, que la empresa actúe para apoyarnos a encontrar con vida a mi hermano y al profesor Antonio”, declaró Ana Lucía Lagunes Gasca en una conferencia de prensa pocos días después.
La desaparición de los dos defensores de los derechos humanos ha movilizado a su familia y comunidad, pero también a organizaciones campesinas e indígenas de todo el país, al extenso y activo tejido social asociativo mexicano, a medios de comunicación e incluso a políticos. Organizaciones internacionales de derechos humanos también lo están siguiendo con preocupación. Sobre su caso se han pronunciado, además, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, el Comité contra las Desapariciones forzadas y varios mecanismos especiales del Consejo de Derechos Humanos de la ONU.
A pesar de la visibilidad que ha adquirido su desaparición y la presión nacional e internacional que se está ejerciendo, nada se mueve, si no es la angustia que va creciendo entre amistades y familia de los dos hombres. A cada día que pasa la probabilidad de encontrarlos con vida va desvaneciéndose.
Y esta angustia es parecida a la que viven decenas de miles de otras familias en un país que lleva más de 109.000 personas desaparecidas, prácticamente todas a partir de 2006, año en el que inició la mal llamada “guerra contra el narcotráfico” y la militarización de la seguridad pública. Muchas de estas desapariciones son desapariciones forzadas, es decir que han sido perpetradas por autoridades públicas o con su participación, convivencia, aquiescencia u omisión.
Contrariamente al relato que se ha querido difundir, las víctimas no son necesariamente delincuentes o personas vinculadas a grupos de la criminalidad organizada. Abundan las desapariciones como medio para ocultar violencia sexual y feminicidios, para la trata y la explotación, para el reclutamiento forzoso, por represalias, por intimidación, por sustracción de niños y niñas o, como es el caso del colectivo LGTBIQ+, por “limpieza social”. Abundan también los casos de desapariciones en los procesos migratorios en los que, a falta de vías seguras, las personas se acaban encontrando a la merced de la violencia de grupos criminales y fuerzas de seguridad. La desaparición también se ha convertido en una práctica recurrente para silenciar a periodistas críticos, un gremio en el punto de mira de los actores violentos en México.
Además, como es el caso de Ricardo Lagunes y Antonio Díaz, la desaparición forzada se está utilizando como medida de fuerza en conflictos sociales relacionados con el acaparamiento de tierras y el desarrollo de proyectos mineros, energéticos o de grandes infraestructuras. Contextos en los que la separación entre actores privados, crimen organizado y autoridades queda a menudo desdibujada, dejando a la población – mayoritariamente indígena – en situaciones de absoluta desprotección.
Hacer desaparecer una persona tiene la perversidad de afectar no solamente a la víctima directa. El dolor de la incerteza destruye familias enteras y el terror que provoca en las comunidades las deja paralizadas. Es probablemente la más cruel violación de los derechos humanos.
Y en países como México, la desaparición de personas sale prácticamente gratis. Según datos oficiales, a finales de 2021 sólo se habían llevado a juicio entre el 2% y el 6% de los casos y únicamente se habían emitido 36 sentencias en el ámbito nacional. Esta flagrante impunidad no hace más que revictimizar a las familias y dejar el terreno abonado para que se siga desapareciendo por la fuerza a tanta gente. A ello hay que añadir la tremenda crisis del sistema forense. Este tiene ahora mismo pendiente de identificación a los restos de más de 52.000 personas que se encuentran en sus instalaciones o en fosas comunes ya localizadas.
Ante estas aberraciones y a pesar de todos los peligros que supone, centenares de familias se han organizado, articulándose en redes y colectivos, para buscar ellas mismas a sus desaparecidos. Hombres y, sobre todo, mujeres con una vida normal y corriente han tenido que especializarse en derecho, arqueología, medicina forense, comunicación y lo que hiciera falta para hacer lo que el Estado no ha sido capaz de hacer: velar por el derecho a la verdad, justicia y reparación. El suyo, y el de todo un país profundamente marcado por la violencia y la impunidad.
Ricardo Lagunes y Antonio Díaz son personas con cierta visibilidad y conectadas a un gran número de actores locales, regionales e internacionales. Ello no ha impedido que fueran desaparecidos. Su caso ilustra, una vez más, el carácter estructural que tienen las desapariciones en México. Ojalá muy pronto sus familiares reciban una llamada, una señal de que siguen en vida. Que sepan que les acompañamos en su espera y en su búsqueda, en su incerteza y en su resistencia.