Todo el mundo afirma que no quiere la guerra: Rusia, Estados Unidos, la OTAN, la Unión Europea, y Ucrania. Y, al mismo tiempo, se multiplican despliegues de fuerzas, maniobras militares y transferencias de armas. Esta paradoja genera un mar de confusiones en la opinión pública y el riesgo de caer en simplificaciones binarias buscando los buenos y los malos de la película.
Este artículo ofrece unos criterios de análisis, una brújula para no perdernos en la complejidad del tema:
El contexto: tres en uno. Los conflictos siempre tienen múltiples capas, como una cebolla, que hay que identificar y analizar para tener una visión más completa. En este caso la dimensión visible es un pulso de poder entre Rusia y la OTAN. Pero no hay que perder de vista dos otras perspectivas. La dimensión local nos presenta un país –Ucrania- que sufre las típicas tensiones de estados con pluralidad identitaria –reconocimiento de la diversidad cultural y lingüística y la traducción de este reconocimiento en la descentralización del poder- y las tensiones propias de una democracia en construcción, con fuertes disputas internas entre diferentes grupos de intereses. Estas tensiones desembocaron en una guerra civil en 2014 que ha causado más de 14.000 muertos y tres millones de personas desplazadas.
Por otra parte, ampliar la mirada nos lleva a hablar de los retos de seguridad común en el marco europeo. Hoy hablamos de Ucrania. Ayer de Bielorrusia. Mañana puede ser Georgia, o Bosnia o Chipre. Necesitamos soluciones para cerrar la crisis actual, pero estas soluciones deben tener en cuenta el contexto más amplio y ayudar a prevenir futuras crisis.
Los actores: los visibles y los ausentes. El protagonista de la situación es Rusia, que en diciembre estacionó tropas en torno a Ucrania, probablemente con la intención exitosa de provocar el actual alboroto. El principal contrincante formal es la OTAN, a quien Rusia acusa de amenazar su seguridad debido a una política de expansión hacia el este. En la práctica el co-protagonista son los EE.UU. dado que los países europeos no tienen una visión común y la política europea de seguridad y defensa todavía está en construcción. Francia y Alemania procuran mantener una cierta visibilidad, los dos con un discurso menos agresivo que el de los americanos.
Paradójicamente, quien menos voz tiene en esta disputa actual es Ucrania, que se ha mostrado sorprendida y ha cuestionado el alarmismo de los EE.UU. y sus aliados más directos. Finalmente, el organismo intergubernamental que está llamado a jugar un papel clave es la Organización para la Seguridad y la Cooperación de Europa (OSCE), de la cual forman parte 57 estados. Un organismo creado en plena Guerra Fría precisamente para garantizar la paz, la democracia y la estabilidad.
Necesitamos mirada amplia y gestos de distensión, poner en valor el concepto de seguridad compartida. La guerra no puede ser nunca una opción.
Las necesidades comunes: la seguridad. A nadie le interesa la guerra. Cuando menos la guerra convencional, con enfrentamientos entre tropas rusas y de la OTAN. Las guerras se sabe como empiezan pero no como acaban. Aparte del riesgo, tienen un coste económico y político que ningún actor se puede permitir. Y, a pesar de eso, no se puede descartar que una espiral de confrontación verbal mal gestionada acabe con una situación que nadie deseaba.
Para prevenirlo hay que prestar atención a la necesidad común de todos los actores: garantías de no agresión. Este es el objetivo de la diplomacia. Sobre este tema hay mucho trabajo por hacer, en los tres niveles de análisis que mencionábamos al inicio: Rusia tiene que dejar de percibir el resto de los países europeos como una amenaza, y viceversa. Ucrania debe poder consolidar su transición a la democracia y resolver su conflicto armado interno. Y el conjunto del continente europeo tiene que poder cambiar de paradigma: de la confrontación por intereses nacionales a la colaboración para hacer frente a los retos globales como son la salud y el medio ambiente.
Los intereses: el peso de la inercia. Estos cambios requieren una mirada amplia y gestos de distensión por parte de todas las partes. Una mirada y unos gestos que no todo el mundo está dispuesto a asumir porque el statu quo beneficia a muchos intereses. En el caso de la OTAN, por ejemplo, implicaría cuestionar su naturaleza o, cuando menos, debatir si sus actuaciones después de la Guerra Fría han generado más seguridad o inseguridad para sus miembros. Y en el caso de Rusia, que juega a recuperar un papel de gran potencia, le puede interesar mucho más alimentar los conflictos de baja intensidad en su periferia como herramienta para no perder protagonismo en el escenario internacional. Por no hablar de los productores de armas, un sector en constante crecimiento debido a la nueva carrera armamentista que experimenta el mundo.
Las opciones: desescalar la crisis y prevenir nuevas. A pesar de los obstáculos, si partimos de la premisa que nadie quiere la guerra y que la necesidad compartida de seguridad es más fuerte que los intereses de mantener el statu quo, hay una serie de medidas que se pueden tomar para reconducir la situación:
- Buscar un lenguaje incluyente: evitar declaraciones binarias y polarizantes de nosotros contra “ellos” y articular, en cambio, discursos que inviten al reencuentro. Reanudar y poner en valor el concepto de “seguridad compartida”, desarrollado en plena Guerra Fría por la Comisión Olof Palme y aceptado entonces por las partes en conflicto. El concepto está basado en las ideas de interdependencia, responsabilidad compartida y seguridad “con” más que no “contra” el otro.
- Reforzar los instrumentos diplomáticos disponibles, generalmente desconocidos por la opinión pública. La OSCE, como espacio para discutir la seguridad compartida. También los acuerdos tomados en años anteriores a las reuniones OTAN-Rusia, o el programa de prevención de conflictos violentos de la UE. Los protocolos de Minsk todavía son el referente para poner fin a la guerra civil de Ucrania. En definitiva, hay margen para la negociación.
- Aprovechar la cumbre de la OTAN en Madrid del próximo junio para promover análisis crítico y propositivo sobre la alianza, no sólo por parte de gobiernos sino también por actores de la sociedad civil.
- Apostar por la desmilitarización, tanto de armas convencionales como de armas nucleares, como pide el Centro Delàs, entre otros.
No hay soluciones fáciles para situaciones complejas como esta. La guerra no puede ser nunca una opción. Una simple condena de la guerra tampoco resuelve el conflicto.
En vez de polarizarnos en defensores y detractores de la mano dura ante Rusia, o del papel de la OTAN, se necesitan más esfuerzos por explorar y entender el abanico de opciones disponibles para evitar que las tensiones geopolíticas escalen hacia confrontaciones armadas.
Kristian Herbolzheimer, director del ICIP.