Con sólo el 8% de la población global, América Latina concentra hoy en día más de una tercera parte de los homicidios cometidos en todo el mundo. El continente agrupa 17 de los 20 países y 43 de las 50 ciudades más violentas del planeta. En una región donde no hay ningún conflicto armado reconocido como tal desde los acuerdos de paz de Colombia, la violencia es cotidiana y multidimensional. Las estadísticas sobre asesinatos, desapariciones forzadas, tráfico de personas, extorsiones, explotaciones, violencia sexual, u otras brutalidades no paran de crecer, y llegan, en algunos territorios concretos, al horror de la guerra. Se suman lógicas propias de un modelo económico que vierten millones de personas a otras formas de violencia ligadas a la precariedad y la exclusión.
La presencia de delincuencia común y, sobre todo, la prevalencia del crimen organizado o de «pandillas» que recurren a actos de extrema violencia para imponer su poder, están determinando fuertemente la agenda de seguridad en muchos países del continente. Sin embargo, las amenazas no provienen únicamente de actores irregulares o ilegales. El uso excesivo de la fuerza y las violaciones de los derechos humanos por parte de fuerzas armadas u otros agentes del Estado, o que cuentan implícita o explícita con su visto bueno, son realidades que no se pueden obviar, especialmente en aquellos contextos donde se ha optado por políticas de «mano dura» y de militarización de la seguridad pública. Tampoco se pueden obviar los elevadísimos niveles de violencia en el ámbito doméstico. Si bien las violencias cometidas por los actores anteriormente mencionados han adquirido más visibilidad, en América Latina, una parte muy importante de los homicidios están relacionados con dinámicas que transcurren en el entorno más próximo de las víctimas (pareja, família, comunidad…) y esta violencia afecta primordialmente a las mujeres.
Aunque la inseguridad es un reto continental con importantes factores transfronterizos, cada país tiene sus idiosincrasias. Las diferencias son considerables incluso entre regiones y ciudades dentro de un mismo país y entre barrios de una misma ciudad. La vida pacífica en determinados municipios contrasta brutalmente con el peligro que supone vivir, trabajar o transitar en otros. La dimensión local de las violencias es clave para entenderlas, como también lo es su dimensión social. Las violencias no afectan a todos los grupos poblacionales en la misma proporción. Las desigualdades estructurales y el racismo son un factor determinante. Los hombres jóvenes, pobres y no blancos tienen muchas más probabilidades de ser víctimas de homicidio que los hombres blancos con más recursos. En Brasil, es flagrante. Datos del año 2012 muestran que el 50% de las víctimas de homicidio tenían entre 15 y 29 años y que el 77% de este grupo eran negros.
Que la gran mayoría de víctimas de la violencia mortal en América Latina sean hombres, no debería eclipsar la enorme dimensión de género del fenómeno. Es importante tener en cuenta, para entender mejor esta dimensión, la interrelación entre violencia y construcción de la masculinidad. Por otra parte, y sin entrar en una cruel e innecesaria jerarquización del sufrimiento, hay que fijarse también en todas las víctimas y en todas las caras de la violencia, más allá de los asesinados. Como nos explicaba recientemente Rosa Emilia Salamanca de CIASE, Colombia, en América Latina, como todo el mundo, la inseguridad y la violencia tienen un efecto diferenciado y desproporcionado en las mujeres y este efecto tiene una relación directa con la acumulación histórica de discriminaciones y negaciones de derechos. Esta realidad es trasladable a otros colectivos vulnerados: cuanta más estigmatización y discriminación, menores niveles de seguridad y protección.
Ante las historias de vida de cientos de miles de personas que han vivido la violencia en carne propia y los millones de personas que tienen motivos muy sólidos para vivir con el temor de ser víctimas y/o han decidido emprender la ruta migratoria para salvar la vida o dignificar las condiciones, es evidente que las macro políticas de seguridad de las dos últimas dos décadas en América Latina están fracasando. Lo desarrolla con más detalles el analista Sergio Maydeu-Olivares en un Policy Paper recientemente publicado por el ICIP .
Aunque algunos municipios han apostado, en el ámbito local, por iniciativas más integrales de prevención de las violencias, inspiradas en los conceptos de «seguridad humana» o «seguridad ciudadana», a nivel nacional las apuestas son en su mayoría de «seguridad de la Estado», es decir, de defensa militarizada de los poderes y de la estabilidad, de control de la población, de represión contra los actores establecidos como enemigos del» bien común «. Pero ¿cuál es este bien común? ¿Quién lo define, identifica las amenazas y diseña las estrategias para defenderlo? Históricamente, unas pocas – y masculinizadas – élites han podido incidir en los debates sobre estas cuestiones. El restringido paradigma de seguridad sobre el que se toman, herméticamente, las decisiones parece no coincidir con la visión de todos los actores sociales ni satisfacer las necesidades reales y plurales de una buena parte de la población. De hecho, ha incrementado considerablemente el nivel de inseguridad.
Numerosas son las voces tanto en el ámbito académico como de la sociedad civil que reclaman que estas políticas incorporen un enfoque de derechos humanos, que tengan una estrategia más preventiva que punitiva y que se desmilitaricen las calles. El movimiento #SeguridadSinGuerra en México es un ejemplo de movilización en protesta por la propuesta de institucionalizar la militarización de la seguridad en el país.
Desde la epistemología feminista también se propone resignificar el concepto de seguridad, no sólo para hacer valer los derechos de las mujeres y su participación en las tomas de decisión en este ámbito, sino para cuestionar profundamente las relaciones de poder que hay detrás las diferentes expresiones de la violencia y las políticas que supuestamente deberían hacer frente.
En el contexto latinoamericano, donde la conflictología aleja de los esquemas clásicos de las guerras y las amenazas responden a nuevas tipologías, los planteamientos que se adelantan desde corrientes feministas suenan oportunos y necesarios. Poniendo la mirada sobre factores, dinámicas y colectivos habitualmente invisibilizados, reconocen la diversidad de las afectaciones e intentan dar respuesta a unas necesidades que son plurales y contextualizadas. Buscan, además, superar las tradicionales lógicas binarias y dicotómicas y apuestan por la interlocución más que la confrontación. Esta mirada feminista, rica en matices y cuestionamientos y muy cercana al pacifismo, hace posible imaginar estrategias innovadoras de prevención de las violencias que colocan realmente en el centro la vida y dignidad de las personas. Explorémosla.
Sabina Puig, coordinadora del área de trabajo del ICIP «Violencias fuera de contextos bélicos».
(Artículo publicado en Catalunya Plural. Mayo 2019).