Un sistema de segregación que anula tu existencia en Jerusalén (con una sonrisa casi cordial)
A partir de la eclosión de acontecimientos que han tenido lugar desde el 7 de octubre pasado, he intentado seguir creyendo que, por mucho que persista la oscuridad de una noche larga y dura, la luz del día encontrará el camino hacia un nuevo horizonte lleno de esperanza. Desgraciadamente, esta noche vacía y feroz se niega a dejar atrás la oscuridad. Sin embargo, no dejo de acordarme de que la luz del alba llegará algún día.
En medio de todo eso, es imposible pensar en un futuro optimista en términos de paz y de justicia. Estamos incluso alejados de ni si quiera emplear esas palabras y, una vez más, esto no es un privilegio. Carecemos de escapatoria para encontrar caminos donde hacer prevaler la paz y la justicia. No hay más remedio que vivir juntos en esta tierra. Después de ocho décadas, Palestina-Israel se ha convertido en el hogar no sólo de los que buscaban refugio en Palestina, sino tambien ha seguido siendo el hogar de los que se quedaron y fueron expatriados y de los forzados a exiliarse de Palestina.
Tenemos que vivir juntos, no hay otra opción. Ahora bien, quizás tenemos que empezar por vernos los unos a los otros, aunque sólo sea como otros que nos amenazan. Pienso que incluso en ese caso sería un paso hacia el mutuo reconocimiento.
Para los palestinos, el israelí a menudo es el soldado del puesto de control, el policía que hace cumplir la opresión o el oficial que perpetúa la injusticia. Para los israelíes, los palestinos son simples adiciones innecesarias a la humanidad que no encajan en el mundo civilizado moderno. Edward Said dijo: «La universalidad significa asumir el riesgo de trascender las cómodas certezas que ofrecen nuestros orígenes, la lengua y la nacionalidad, que a menudo nos protegen de las realidades, de los otros». En medio de este panorama de división y animosidad quiza sea el momento de poner en práctica la receta del pensamiento de Edward Said, porque hay momentos fugaces de claridad y conexión inesperada…
«He visto la luz», pensé medio en broma cuando concerté una cita con el Ministerio del Interior para renovar mi carné de residente de Jerusalén. El sistema llevaba muchos meses recordándome que tenía que concertar una cita antes de que mi carné caducase el próximo julio. Cada vez que recibía el aviso de un recordatorio, me asustaba y pensaba en las consecuencias de no renovarlo a tiempo. Como «buena» y «correcta» ciudadana/residente obedecí las instrucciones del sistema y pedí una cita en la oficina del Ministerio del Interior que me correspondía. No puedo describir las pesadillas que tengo cuando tengo que ir allí. Lo digo de verdad: la experiencia es indescriptible. Esta vez me dije a mí misma: «¡Va, chica! No tiene ninguna importancia. Sólo te tienes que renovar el carné. No tardarás nada, y las opciones son claras y puedes escoger prácticamente cualquier oficina». Las opciones no se adaptaban necesariamente a mis necesidades. Tenía que escoger una oficina en Jerusalén, y la única opción era la del centro de la ciudad. En los asentamientos había otras opciones, y parecía irrelevante. Habría escogido la oficina más cerca de mi casa, que también está en el centro pero en la zona este, pero no estaba disponible.
Así que fui a la oficina del centro y tuve que hacer una cola de casi treinta personas hasta que mi número apareció en la pantalla. Esta espera me permitió observar y reflexionar. Pensé que, después de todo, aquel era un lugar donde cada uno tenía que ver al «otro», en lo que parece el interés compartido de una presencia forzada. Todo el mundo tenía que estar allí por un motivo que no era político, social o económico, sino un simple motivo de «residencia». Todo el mundo estaba allí porque quería garantizarse estar en «casa». Fue bastante sorprendente observar a la gente que esperaba sentada a que les llamaran. Súbitamente, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, creyentes y no creyentes, se parecían. Había una mujer judía que llevaba un vestido idéntico al de una mujer palestina.
Pensé: «¿si reuniésemos a la gente en circunstancias como esta y estuvieran obligados a mirarse los unos a los otros? ¿se darían cuenta de las similitudes? ¿de la humanidad que comparten?». Pensé que, en aquel momento, aquel lugar ofrecía lo que los encuentros por la paz no suelen ofrecer. La gente se mira en una «alteridad» que refleja algo parecido a quién es.
Iba pensando: «Si pudiéramos ver nuestras similitudes…» y sonreía plácidamente, cuando mi número apareció en la pantalla.
Estaba celebrando la igualdad que estaba experimentando. «Aquí estamos, judíos y árabes de Jerusalén, recibiendo servicios del Estado sin distinciones ni diferencias». Fueron casi cien minutos de espera, cosa que pensé que había sido de lo más inspirador, justamente en un momento en el que resulta difícil vivir en este lugar.
Cuando llegué al mostrador, una mujer amable y sonriente me dio la bienvenida, me preguntó qué quería y, antes de mostrarle mi carné, me dijo con firmeza: «¡Aquí no la podemos atender!».
Dije: «Pero el sistema me dio esta opción y no decía que no me atenderían».
Y me dijo, perdiendo la sonrisa y adquiriendo una mirada severa: «No la puedo ayudar. Tiene que renovar el carné en la oficina de la zona este.»
Intenté intervenir con un «sin embargo» por aquí y argumentar un «pero» por allí. Intenté explicar que el sistema ni siquiera me había dado la opción de seleccionar la oficina de la zona este porque no aparecía.
Me explicó con firmeza: «No puede hacer nada. Siga probando el sistema hasta que haya disponibilidad en aquella oficina».
«¡Pero si el sistema no muestra la oficina pronto, me puede llegar a caducar el carné!», insistí.
«Siga probándolo, puede ser que aparezca», respondió antes de girar la cara y llamar al siguiente de la cola. Al darme cuenta de la inutilidad de mis argumentos, como no quería hacer perder más tiempo a los que se esperaban, me marché.
Al salir, el ruido y las imágenes de la gente empezaron a desaparecer de mi mente, y fueron sustituidas por la descorazonadora realidad de la segregación que se escondía bajo la superficie. Aunque no eran evidentes a primera vista, las líneas de división se grabaron a mi conciencia. No se trataba sólo de barreras físicas o de signos visibles de opresión. Eran las maneras sutiles e insidiosas en que la segregación impregna nuestro día a día, recordándonos un sistema diseñado para oprimir y deshumanizar.
Salí a las bulliciosas calles de Jerusalén, y la sensación de haber sido rechazada perduró. Me habían denegado el derecho fundamental de acceder a servicios esenciales en mi ciudad, y las líneas de la segregación, invisibles a simple vista, eran palpables y servían de recordatorio constante de la opresión y la división que define nuestra existencia.
Nadia Harhash, periodista y filósofa palestina