Pronto hará 30 años de la última y probablemente la única vez que alguien nos preguntó nuestra opinión sobre qué política exterior teníamos que tener como Estado. El 12 de marzo de 1986 el Gobierno del entonces presidente Felipe González, atendiendo a la promesa electoral de la campaña con la que por primera vez había llegado al poder el partido socialista, convocaba un referéndum para decidir la continuidad de España dentro de la alianza atlántica. Probablemente conocéis la historia porque la vivisteis directamente o la habéis oído durante éstas casi tres décadas: el ‘sí’ ganó por un amplio margen de cerca de trece puntos, mientras que el ‘no’ sólo se impuso en Canarias, Navarra, País Vasco y Cataluña.
Los condicionantes que intentaban suavizar el viraje de los socialistas desde aquél «OTAN, de entrada no» en la campaña de las generales del 82, hasta aquél «En interés de España, vota sí» del 86, prometían que nunca se entraría en la estructura militar de la alianza, que se reducirían las bases norteamericanas en territorio nacional y que España no daría cobijo ni dejaría pasar por su territorio ningún arma nuclear. Años después, el gobierno del presidente Aznar -a pesar de la inexplicable abstención de Alianza Popular aquel mes de marzo- culminó la entrada en la estructura militar. La adhesión también se enmendó, permitiendo a los Estados Unidos, previa autorización de España, introducir armas nucleares, y el apoyo a las bases norteamericanas ha estado presente hasta los últimos días del último gobierno socialista: recordad la entrega, llaves en mano, de la base de Rota en el 2012 para ser la sede del escudo antimisiles, de un Zapatero más arrepentido que nunca por no haberse levantado de la silla ante el desfile de las tropas norteamericanas. Suerte que había la excusa de la crisis y la oportunidad de crear ocupación con la llegada de Mr. Marshall a Cádiz.
El propio González llegó al chantaje con su electorado amenazando que dimitiría si no salía el «sí», cosa que manipulaba descaradamente el carácter de una consulta que, años después, él mismo describiría como uno de los momentos más duros de su carrera política, arrepintiéndose de haberla convocado: «A los ciudadanos no se les tiene que consultar si quieren o no estar en un pacto militar, eso se tiene que llevar en los programas y se decide en las elecciones». Fin de la cita. El estadista ha aprendido la lección y así la transmitirá cuando tenga ocasión de hacer conferencias y ocupar asientos en los consejos de dirección de mayor prestigio: a la ciudadanía se le tiene que preguntar por cosas banales, la democracia se vende en paquetes al por mayor, no es para venderla al detalle. O me compras todo el programa o nada.
Cataluña intenta proyectarse al exterior desplegando una incipiente diplomacia internacional más voluntariosa que otra cosa
Recuerdo caras de resignación en casa, discusiones durante la campaña y probablemente la primera rebelión política abierta ante el televisor familiar, ideales contra la real politik. La democracia seria era eso y daba de sí lo que daba, el referéndum podía haber costado un destrozo de repercusiones incalculables en el equilibrio internacional, el día siguiente de haber entrado a la entonces Comunidad Europea y justo antes de que se abriera el grifo de las ayudas europeas y el fin de la autarquía ibérica. España había llegado a su lugar en el mundo, que no era ningún otro que estar del lado de Occidente, especialmente en un momento en el que crecía la tensión entre bloques, justo antes del colapso del Este. Me puedo imaginar las llamadas de los servicios secretos, haciendo apuestas sobre cuánto duraría aquel derbi, y recuerdo el peligro nuclear, el despliegue de los Pershing y los Cruise en la Alemania del 83 en cada telediario. Con diez o doce años eso impacta; si ahora la juventud tiene pesadillas con el Estado Islámico, entonces el fin de nuestros días tenía forma de botón rojo.
Nunca más nos han preguntado cómo queremos relacionarnos con el mundo. Efectivamente, sí, después perpetraron un referéndum con motivo de la Constitución Europea que registró veinte puntos más de abstención que aquél del 86, y que también dejó constancia de hasta dónde llega la democracia seria, cuando el proceso quedó anulado ante la negativa de franceses y holandeses. A raíz del esfuerzo de aquella campaña entre las filas antimilitaristas de la sociedad civil y de los partidos que se opusieron francamente a la entrada a la OTAN, coordinada por Antonio Gala, se reestructuró el espectro de la izquierda. Aún más importante para mí es que probablemente fue el punto final, el último acto de la Transición. Mucha gente así lo entendió y aquella frustración se canalizó en forma de mayor solidaridad internacional, que se convirtió en una suerte de válvula de escape, de continuar haciendo trabajo y transformación allí donde había recurrido.
¿Por qué no hacemos una acción exterior radicalmente diferente? ¿Por qué no tenemos delegaciones de paz, con la misma consideración y presupuesto que las oficinas comerciales?
¿A qué viene todo eso, más allá del aniversario? Treinta años después hay quien se propone construir un nuevo país, cambiar el futuro, constituir uno nuevo presente, llamadlo cómo queráis. Tener o no tener un ejército y como tendría que ser éste en un hipotético Estado catalán es una cuestión más dentro de las discusiones del movimiento independentista, cosa que cuando menos revela que el debate está conectado con las preguntas centrales que dan forma a un país. Bien, hablemos. Un amigo de ERC me confesaba que la cuestión no es fácil, ni es cosa de todo o nada: «¿No sería hipócrita dejar que el resto de países se encargaran de la defensa de un espacio común? ¿No sería absurdo pagarlos para defendernos y así poder decir que no tenemos ejército? »
Cataluña intenta proyectarse al exterior a través de una ley, recurrida al Constitucional, desplegando una incipiente diplomacia internacional, de momento más voluntariosa que otra cosa. Creo, y eso me preocupa seriamente, que da la espalda a todo aquel movimiento de desafectos al régimen de la Transición, que impugnó el statu quo surgido de la consulta de marzo del 86 y que se incorporó a las filas de los que, desde antes de la muerte del dictador, ya trabajaban en la dimensión internacional, con otros propósitos diferentes a los de las almidonadas embajadas de ultramar. Prefiere hacerse fotos con catalanes y catalanas mediáticas y pedir el apoyo de la emigración económica estén donde estén, en sus horas libres, antes de que apoyar con sinceridad el trabajo y los objetivos de la sociedad civil por todo el mundo. ¡Catalanes por el mundo! ¡Ayudadnos a construir la Marca Cataluña y a vender razones, fuets y estatuillas de la Sagrada Familia! Hace muchos meses hablaba con el anterior responsable de la Agencia Catalana de Cooperación al Desarrollo, quien apelaba al patriotismo y apelaba a las ONG a defender el buen nombre de Cataluña. «Si Cataluña tiene que ser conocida como los países nórdicos lo son en el exterior, por su implicación en la defensa del derechos humanos, la justicia o la paz, me hago patriota ahora mismo», le lancé.
¿Por qué no hacemos una acción exterior radicalmente diferente? ¿Por qué no tenemos delegaciones de paz, con la misma consideración y presupuesto que las oficinas comerciales? ¿Por qué no explicamos nuestras ansias de quemar todas las armas de cualquier calibre ahora mismo, aparte de lo que está pasando aquí? ¿Por qué no demostramos que tenemos nuevas ideas y sabemos llevarlas a cabo, con la décima parte de los recursos, para conseguir la estabilidad y la seguridad que nunca conseguirán todos los ejércitos del mundo? La verdad es que parece que sólo sabemos responder de la misma manera que el resto de países, que no hay nada de nuevo en la propuesta catalana de cara el exterior. Quizás es simplemente la lección bien aprendida de González (en estas cosas mejor no hacer experimentos ni hacer demasiadas preguntas) o el rumbo de una Transición (nacional) que puede dejar las cosas en un punto diferente pero equivalente al actual, hablando de la acción exterior. ¿Hace falta otro país en el tablero internacional de aquéllos que se dan prisa en ganar poltronas en el Consejo de Seguridad en Nueva York y que después no quieren aceptar mil quinientos damnificados anuales, provenientes de todas las guerras que incendian el continente africano?
Y no se trata sólo de recursos económicos, no se pide lo que no se tiene, es simplemente la voluntad de hacerlo y de sumar en la buena dirección. Hay toda una red de municipios catalanes que, de acuerdo a sus reducidas posibilidades, trabaja como ‘Ciudades Constructoras de Paz’. ¿Os imagináis la potencia que tendría que además de Granollers o Sant Boi, tuviéramos todo un país entero, Constructor de Paz?
Treinta años después volvemos a tener las mismas preguntas y desafíos sobre la mesa, tres décadas después el juicio puede volver a votar que no, eso no toca. Quizás sólo para tener un Estado deliberadamente y manifiestamente implicado en los procesos de paz del mundo, empezando por el Mediterráneo, valdría la pena verlo nacer. ¿Estamos preparados para un golpe audaz?
Fotografia : Ariet / CC / Desaturada.
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