La paz, un proceso en construcción
Para quienes venimos de la tradición pacifista, resulta familiar referirse al carácter dinámico del concepto de Paz, vinculándolo a la construcción de la justicia, frente a las visiones estáticas que lo limitan a la ausencia de conflicto. Por eso me parece adecuado referirse a la construcción de la paz en Euskadi en términos de proceso, en el que el fin del terrorismo de ETA representó, ciertamente, un antes y un después.
Es preciso tener presente, en todo caso, que su marco referencial no puede ser la justicia transicional a la que remite, tradicionalmente, la noción de “proceso de paz” aplicada a un contexto de lucha armada. Y es que su cese en Euskadi no tuvo lugar en un contexto de sustitución de un régimen dictatorial por uno democrático, ni tampoco formó parte de una desescalada bélica, en el marco de concesiones mutuas entre contendientes. Lo cierto es que, en el momento en que ETA lo decide unilateralmente, su propia existencia carecía de legitimación popular: no porque el régimen de libertades existente en Euskadi resultara plenamente satisfactorio para la población vasca, sino porque sus carencias, ya fuera en términos nacionales, sociales o democráticos, en ningún caso justificaban para una inmensa mayoría el recurso a la violencia.
Para entonces, resultaba evidente que la violencia de ETA no existía como consecuencia inevitable de las causas por las que decía combatir. Tampoco porque otros actores políticos o sociales le pidieran que la ejerciera en su nombre. Existía porque la propia organización entendía que su uso era una vía adecuada para cambiar el marco político del país. La decisión de ETA a favor de la violencia tenía, por tanto, una motivación política; pero era su motivación política su creencia política, su deseo político la que conducía a la violencia, como consecuencia de una visión ideologizada del protagonismo de las vanguardias armadas en los procesos de cambio.
Derechos y calidad democrática
Esa deslegitimación de la violencia hizo que el abandono de las armas por parte de ETA suscitara, en toda la sociedad vasca, una expectativa generalizada de mejora de la convivencia en términos de calidad democrática. Cinco años después, la ilusión así generada parece haber dado paso a un cierto escepticismo, al menos entre quienes asociaran esa mejora con una regeneración del tejido social que pasaría, entre otros factores, por el logro de un consenso básico sobre dos elementos: la necesidad de asumir responsabilidades por el uso de la violencia a la luz de un orden jurídico y moral compartido; y el reconocimiento y reparación del daño producido a todas las víctimas de todas las violaciones de derechos.
El abandono de las armas suscitó una expectativa generalizada de mejora de la convivencia; cinco años después la ilusión parece haber dado paso a un cierto escepticismo
Ese consenso debería ser favorecido, a mi juicio, mediante cambios que aún están pendientes en tres ámbitos de nuestra política criminal:
– La criminalización de conductas propias del llamado “entorno del terrorismo”, que en muchos casos deberían entenderse amparadas por los derechos a la libertad ideológica y a la participación política.
– Las penas extraordinariamente altas impuestas a las personas condenadas por cualquier tipo de relación con el terrorismo, cuyo cumplimiento efectivo resulta prolongado, además, por un régimen penitenciario excepcionalmente duro. Son necesarios cambios legislativos que reduzcan las penas desproporcionadas, así como la aplicación retroactiva de atenuantes por menor peligrosidad.
– La relativización o supresión de garantías, cuyo máximos exponentes acaso hayan sido los cierres de diarios, así como el régimen de incomunicación y la falta de investigación efectiva de las denuncias de maltrato o tortura que se han formulado. Es indudable la positiva incidencia que en este sentido han tenido dos iniciativas promovidas este año por el Gobierno Vasco: por un lado, las dirigidas al reconocimiento y reparación de las víctimas de represión ilícita entre 1960 y 1999; por otro, la investigación impulsada por su Secretaría de Paz y Convivencia y dirigida por prestigiosos forenses, que documenta más de 4.000 víctimas de tortura practicada entre 1960 y 2013, de las que la justicia resarció tan solo a 32.
De lo que estamos hablando, por tanto, no es sino de derechos fundamentales, de su defensa frente a los recortes de que han sido objeto en aras de las políticas antiterroristas, y de su virtualidad para que la derrota del terrorismo sea realmente la victoria de los valores democráticos como principios rectores de la convivencia.
Memoria para la convivencia
Sin embargo, y por fundamentada que esté, no parece que la crítica puramente jurídica vaya a propiciar, por sí sola, los cambios que se propugnan. A la vista de la experiencia de estos años de inmovilismo considero que, si no todo, parte del problema tiene que ver con la falta de un mínimo acuerdo sobre la memoria: un relato sobre el pasado que, conformado de manera prospectiva, sirviera para suscitar la voluntad política de avanzar también en este ámbito.
Sin perjuicio de satisfacer el derecho de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación, de lo que se trata también es de propiciar que el relato de la víctima, interactuando con la confesión del victimario, contribuyan a configurar la memoria como derecho de la sociedad, haciendo aflorar la verdad como acto político para la reconstrucción de la comunidad. En todo caso, una de las dificultades que entraña su elaboración es que no podría limitarse a una relación más o menos compartida de acontecimientos, en la medida en que éstos no son moral ni jurídicamente neutros: nos hablan del sufrimiento causado por unas personas a otras mediante la lesión de bienes jurídicos fundamentales, y del modo en que ello ha condicionado la convivencia en libertad.
Se trata, en definitiva, de superar lo obvio (que se ha dañado) para entrar en lo valorativo: la asunción del carácter «ilegítimo» del sufrimiento causado. Mientras no se aborde esa cuestión, y persistan explicaciones del tipo “eran otros tiempos”, “entonces las circunstancias lo exigían”, “a veces hay que tomar medidas duras…”, de poco servirá el reconocimiento del daño ante las víctimas, que con razón denuncian el discurso que se solidariza con su dolor al tiempo que justifica a su perpetrador.
Prisiones y regeneración del tejido social
Acaso la expresión más elevada del triunfo de la democracia sea, precisamente, la incorporación al consenso democrático de quien utilizó la violencia al servicio de objetivos políticos, tras asumir la responsabilidad en que por ello hubiera incurrido. Y en la medida en que los criterios hasta ahora aplicados para individualizarla han supuesto, como venimos sosteniendo, un deterioro del régimen de derechos y libertades en aras de la eficacia en la lucha antiterrorista, su corrección contribuiría sin duda al fortalecimiento del consenso sobre la legitimidad del sistema en términos de calidad democrática.
Acaso la expresión más elevada del triunfo de la democracia sea la incorporación al consenso democrático de quien utilizó la violencia al servicio de objetivos políticos, tras asumir su responsabilidad
En este sentido, sobre la base del principio de reinserción existe un amplio margen de actuación, tanto en el ámbito administrativo penitenciario como en el jurisdiccional, para aplicar los criterios generales y universales de cumplimiento de penas a las personas condenadas por terrorismo. Son cuatro las demandas fundamentales que cabe formular al respecto:
– Que cumplan su condena en cárceles próximas a sus lugares de origen, lo que además de minimizar el efecto negativo de la privación de libertad sobre los lazos familiares, sociales y laborales que configuran su socialización, puede favorecer un debate y una interlocución que facilite el proceso de paz y normalización tanto dentro como fuera de las prisiones.
– Que la jurisdicción de vigilancia penitenciaria sea devuelta a la judicatura vasca. Su centralización en la Audiencia Nacional representó en su día una expresión de la excepcionalidad, cuya reversión resulta hoy tan oportuna como factible.
– Que la administración penitenciaria facilite la aplicación de las normas legales que prevén la excarcelación, con las cautelas que sean necesarias, de los internos que padezcan enfermedades graves e incurables.
– Que su clasificación penitenciaria se rija por el pronóstico individualizado de sus posibilidades de llevar una vida en libertad sin delinquir, de manera que puedan acceder al régimen de vida que resulte más indicado, en cada caso, para favorecer sus itinerarios de inserción social, laboral y familiar.
Derechos, cálculo político y desaparición de ETA
ETA insiste en sus comunicados en la negociación bilateral con los estados, apelando a que la Declaración de Aiete hablaba de la necesidad de que discutiera con ellos las consecuencias del conflicto. Esa expectativa resulta ser falsa, sin embargo, a la vista de lo sucedido en el tiempo transcurrido desde entonces: el Estado ha optado por no moverse, a la espera de que el problema se resuelva por sí mismo teniendo en cuenta que las condiciones para el cese de la violencia, como se ha visto, no eran paz por presos, sino paz por legalización política de la izquierda abertzale.
Se trata de condenar radicalmente la violencia y propiciar un modelo de convivencia cuya columna vertebral sean los derechos humanos
Ello genera una situación en la que, paradójicamente, tanto la postura del gobierno como la de ETA parecerían responder a una elección racional. El gobierno entiende que, ya que no existe conflicto, no tiene por qué habilitarse ninguna medida de resolución del mismo: simplemente se ha producido la derrota de una organización terrorista, sobre cuyos miembros ha de caer el peso de la ley, la cual seguirá respondiendo a una política criminal antiterrorista mientras su organización no se disuelva. Ante esta tesitura, ETA se plantea si efectivamente su disolución puede dar lugar a una cierta flexibilidad en las medidas de política penitenciaria, o si por el contrario el gobierno se va a sentir todavía más fuerte para extremar esas medidas excepcionales represivas respecto de sus presos, la gran mayoría de los cuales ven en la actitud del gobierno la confirmación de esta última postura.
Siendo esta la situación, se hace necesario retomar la idea fundamental: frente al cálculo de costes y beneficios, se trata de reivindicar los derechos. Los mismos que resultan violados por el uso de la violencia al servicio de objetivos políticos, y cuya defensa pasa tanto por condenar radicalmente esa violencia como por propiciar un modelo de convivencia cuya columna vertebral sean los derechos humanos y los valores éticos que los sustentan.
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