¿Estamos las mujeres más seguras hoy que hace dos décadas? Hago esta pregunta a propósito del vigésimo aniversario de la aprobación de una resolución histórica en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El 31 de octubre del año 2000, por primera vez en la historia del organismo, el debate abordó el papel de las mujeres en la paz y la seguridad internacionales. En la Resolución 1325, el Consejo de Seguridad insta a los gobiernos y otros actores a tomar medidas para la implementación de una serie de acciones sobre la participación y protección de las mujeres en situaciones de conflicto y entornos posteriores en todo el mundo. Es, además, la primera de una serie de diez resoluciones de la ahora llamada Agenda sobre Mujeres, Paz y Seguridad. Pero el verdadero mérito de la 1325 está en el largo y arduo trabajo previo de las activistas feministas que empujaron el momentum para que la resolución fuera aprobada.
La 1325 nació entonces como un proyecto que camina por dos rutas. Una es la trazada desde los alcances y limitaciones que tiene en cuanto que producto legal del Consejo de Seguridad, el organismo que tiene “la responsabilidad primordial del mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales”.1 Es vinculante, pero carece de mecanismos para asegurar su cumplimento. La otra ruta se debe a la concepción y expectativas que sus impulsoras tuvieron sobre sus logros y aplicaciones. Sin embargo, esta doble filiación no está exenta de conflictos. En el corazón de la Resolución 1325 se encuentra lo que Cynthia Cockburn describe como el “delicado lenguaje de la seguridad”.2 ¿Qué dice la Resolución 1325 sobre este concepto? ¿A qué visión y contexto responde? ¿Dónde queda la “seguridad” tras veinte años de vida de la Resolución? En las siguientes líneas me propongo dar respuesta a estas preguntas, al tiempo que pongo en perspectiva la vigencia del documento.
En el corazón de la Resolución 1325 se encuentra el “delicado lenguaje de la seguridad”. ¿Qué dice la Resolución sobre este concepto?
A parte de las menciones al Consejo de Seguridad como autor de la Resolución, la palabra “seguridad” solo se menciona en tres ocasiones en el texto de la 1325. Dichas menciones son de la mano del concepto “paz” y con la connotación “internacional” para ambos. Desde este ángulo, la lectura del concepto está claramente enmarcada en los objetivos del Consejo: “Determinar la existencia de una amenaza a la paz o un acto de agresión” y actuar, por la vía diplomática o mediante la autorización del uso de la fuerza para “mantener o restaurar la paz y seguridad internacionales”. Esto significa que la seguridad se entiende como el control, militar si lo juzgan necesario, sobre las amenazas o aquellos actos identificados como agresión por los Estados miembros hacia el sistema internacional, esto es, hacia el statu quo, y en esencia, hacia el ejercicio de su soberanía. En esta línea, la aportación que hace la Resolución es vincular la protección de ese sistema a la admisión del impacto diferenciado de los conflictos armados en las mujeres y niñas, y a la importancia de su participación “en los procesos de paz para mantenimiento y promoción de la paz internacional”.3
La antesala para que el Consejo de Seguridad finalmente admitiera lo que el feminismo–especialmente pacifista– llevaba décadas denunciando, fue la aplastante evidencia de los conflictos armados de los años noventa. En primer lugar, la “paz” que el fin de la llamada Guerra Fría habría supuesto según algunas lecturas fue puesta en entredicho con las guerras en la ex Yugoslavia, el genocidio en Ruanda y las guerras en la República Democrática del Congo. En estos lugares las mujeres sufrieron de maneras particulares. Por supuesto, los casos de las violaciones masivas como herramienta genocida y, de forma general, la violencia sexual como arma de guerra ya habían ocurrido en otros conflictos, pero esta fue la primera vez que adquirieron relevancia en medios internacionales. Esta visibilidad fue a su vez impulsada por activistas que los denunciaron en foros multilaterales y exigieron la implementación de mecanismos para detenerlos y, especialmente, evitar que volvieran a ocurrir.
Las activistas que emprendieron el arduo y complejo trabajo de cabildeo de la Resolución fueron el Grupo de Trabajo de Organizaciones no Gubernamentales sobre Mujeres, Paz y Seguridad. Sin embargo, en este Grupo había visiones diversas. Por ejemplo, una de las organizaciones parte, la Women’s International League for Peace and Freedom (WILPF), trabaja con una visión pacifista desde 1915. Pero también había otras organizaciones de carácter menos especializado que no compartían los valores pacifistas y antimilitaristas. Estas abogaron por un documento pragmático que se limitara a proteger a las mujeres en situaciones de conflicto sin cuestionar el sistema que los provoca. En otras palabras, hacer la guerra más segura para las mujeres en lugar de prevenirla.4 Pese a estas diferencias, que un grupo de organizaciones de la sociedad civil liderado por mujeres incidiera en la labor del Consejo de Seguridad no es un logro menor. El Consejo es el órgano más poderoso del sistema de Naciones Unidas, el más estatista, militarista –por tanto, patriarcal–, y el menos democrático.
Las feministas adoptaron el cambio de paradigma de la seguridad humana y, además, le dieron especificidad de género al concepto
Entonces, ¿cuál es el entendimiento común del concepto de seguridad del Grupo? El punto de partida para responder a esta pregunta es el concepto de seguridad humana. En 1994 el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) lo propuso como un enfoque alternativo a la seguridad centrada en el Estado; se refiere a la seguridad humana como un asunto universal y que coloca a las personas como el eje central. En esencia, hace una crítica a las concepciones militares de la seguridad. Las feministas adoptaron este cambio de paradigma y, además, le dieron especificidad de género al concepto.5 Este fue, para ellas, el significado del título del Grupo y de la Agenda: Mujeres, Paz y Seguridad. Otros documentos relevantes para la 1325 son la Declaración y Plataforma de Acción de Beijing de 1995, en concreto su capítulo sobre mujeres y conflictos armados, y el Plan de Acción de Namibia.
No obstante, las diferencias en la interpretación que los Estados miembros del Consejo dieron de los valores de la Resolución fue palpable tan solo un año después de su aprobación. En otoño de 2001, Estados Unidos, uno de los cinco miembros permanentes, dio inicio a la “Guerra contra el Terrorismo”. A efectos de la Agenda, una de las consecuencias más perniciosas de dicha iniciativa imperialista fue la securitización de las mujeres. En primer lugar, el gobierno estadounidense utilizó la situación de las mujeres en Afganistán como una excusa para la invasión de ese país. Había que “salvar” a las mujeres musulmanas, según palabras de la entonces Primera Dama.6 El otro ángulo fue la utilización con fines propagandísticos del despliegue de mujeres en el ejército como una prueba de la “superioridad moral de Occidente” en contraste con “el enemigo”, como ilustró el rescate de Jessica Lynch en Iraq.7
Las diferencias en la interpretación que los Estados miembros del Consejo dieron de los valores de la Resolución fue palpable tan solo un año después de su aprobación
Precisamente es la relación con instituciones marciales donde la 1325 encuentra el terreno más inestable. La Resolución no hace una mención literal a la inclusión de más mujeres en las fuerzas armadas. De hecho, como se expuso anteriormente, algunas de las impulsoras tienen visiones explícitamente antimilitaristas. Sin embargo, sí hace énfasis en la presencia de mujeres en espacios de toma de decisiones encaminados al fomento de la paz y la seguridad. Bajo el funcionamiento actual de la mayoría de los Estados, esto incluye los altos mandos de las fuerzas armadas. Por ello, Cockburn considera que la redacción y disposiciones de la Resolución la dejan cooptable por el militarismo. Y no es que sus impulsoras no se hubieran percatado de esta posibilidad. Al contrario, se ha dicho que, de haber adoptado un tono enfático en contra del militarismo, la Resolución probablemente no habría sido aprobada. El hecho es que hay Estados y alianzas militares que se han aproximado a esta disyuntiva desde una agenda presumiblemente feminista, mientras que otros se han limitado a abrir algunos espacios a mujeres sin cuestionar a fondo las premisas androcéntricas de las instituciones.
La vinculación militarista de la Resolución tiene además otra vertiente complicada. Si la seguridad se entiende como una amenaza externa, algo de “allá afuera”, el concepto de seguridad perpetúa dinámicas de poder Norte-Sur.8 En un análisis de la operación de las jerarquías raciales globales en los principales instrumentos de implementación de la Agenda, los Planes de Acción Nacionales, Toni Haastrup y Jamie J. Hagen encontraron que se considera que solo “ciertos tipos de mujeres” requieren la intervención de las Misiones de Operación de Paz y que, invariablemente, estas mujeres residen en los contextos del “Sur Global” (2020). Esto implica que las mujeres en situación de inseguridad, de acuerdo a estos países, no se encuentran dentro de sus fronteras. Sin embargo, basta escuchar a activistas locales para cuestionar esta premisa. Un caso ejemplar es el reporte de la Investigación Nacional sobre Mujeres y Niñas Indígenas Desaparecidas y Asesinadas en Canadá, publicado en 2019, que concluye que estas mujeres son víctimas de un genocidio. Este país es, por cierto, líder en la aplicación de la 1325.
La Resolución 1325 supuso un giro a la discusión sobre mujeres en situaciones de conflicto, pero tiene limitaciones conceptuales significativas
Otra limitación es que (in)seguridad no significa lo mismo en el “Sur Global” y en el “Norte Global”. El caso de América Latina es frecuentemente citado a este respecto.9 La región ha tenido relativamente pocos conflictos bélicos entre Estados desde finales del siglo XIX en comparación con otras regiones, pero tiene las tasas más altas de violencia del mundo. Más aún, esta violencia es estructural, tiene género y las mujeres la padecen de formas particulares. Por ejemplo, once mujeres son asesinadas de forma violenta todos los días en México. Este tipo de amenazas a la seguridad de las mexicanas no escapa de la contextualización de la seguridad humana con enfoque de género, pero sí de la visión dominante del Consejo de Seguridad: sus muertes no son una amenaza a la “paz y seguridad internacionales”. Pero, ¿se puede hablar de “paz” en un país con tasas de homicidio tan altas e impunidad rampante? Cómo afirma Claudia Card, un estado que permita a sus ciudadanos matar a otros (cualquiera que sea su carácter) sin autorización, no puede proporcionar seguridad básica para ninguno de ellos.10
A propósito de la última frase, esta disyuntiva entre lo que sería seguridad para las mujeres contra aquella de los Estados es evidente si se revisa el concepto del continuum de la violencia. Aunque se suelen distinguir las fases de una guerra o un conflicto por conveniencia metodológica, lo cierto es que en la praxis esto es sumamente difícil de determinar. Es decir, los conflictos, desde el punto de vista de los Estados, pueden ser eventos con un principio y un fin claramente delimitados, pero no es así para las personas. Además, el género se manifiesta en la violencia que fluye a través de todas esas fases e, incluso, en los procesos de pacificación. Un ejemplo de esto es el intento de asesinato el verano pasado en Kabul contra la política afgana Fawsia Koofi, una de las pocas mujeres que participa en las negociaciones de paz. La participación de las mujeres en estos procesos fue precisamente una de las piedras angulares de la 1325. Sin embargo, el frágil concepto de seguridad se quiebra cuando las propias pacificadoras se juegan la vida para detener lo que en teoría se habría resuelto “protegiendo la seguridad internacional” en 2001.
Pese a los obstáculos, la Resolución 1325 y la Agenda abren espacios para que, desde un ámbito no Estatal, se pueda (re)definir el concepto de (in)seguridad
Finalmente, merece la pena revisar los contrastes del concepto ante la COVID-19. Para empezar, resulta evidente que los Estados no estaban listos para hacer frente a una pandemia de estas dimensiones, que no se anticiparon escenarios de prevención ni acciones de contención efectivos y que no se les dio suficiente prioridad. ¿De qué sirve tener soldados entrenados y armados para intervenir en el caso de una “amenaza a la seguridad internacional” si el personal médico carece de recursos para salvar vidas? Y no solo eso. El personal médico también tiene rostro femenino en la mayor parte del mundo. Debido a los estereotipos y a la precariedad laboral imperantes, las mujeres están sobrerepresentadas en el sector de los cuidados. Y, por supuesto, es imposible ignorar el alza en los índices de violencia doméstica. Las mujeres no están seguras en sus hogares. Las historias que se conocieron en la prensa en meses pasados en Argentina, Turquía, Reino Unido o Sudáfrica, y en muchos otros países, están muy lejos de ser temas para la “paz y seguridad internacionales”.
En definitiva, la Resolución 1325 supuso un giro en la discusión sobre mujeres en situaciones de conflicto, pero tiene limitaciones conceptuales significativas. En este ensayo me limité a señalar algunas de las tensiones más importantes con respecto al concepto de seguridad. Un punto importante es que la 1325 es una resolución suficientemente diagnosticada. Diversas autoras en múltiples contextos se han dedicado a identificar los problemas, los desafíos y a brindar las soluciones. Algunas de las más prominentes, como Laura J. Shepherd y Paul Kirby, han incluso señalado que, debido a las tensiones inherentes del documento, es casi imposible que la Agenda impulse un giro radical. Esto es, que actúe como detonante de un cambio de paradigma profundo sobre cómo se entiende y procura la seguridad.11
En mi opinión, pese a los obstáculos, la Resolución 1325 y la Agenda son pivotes para continuar nombrando las persistencias y adaptaciones del patriarcado y hay evidencia de que abren espacios para que, desde un ámbito no Estatal, se pueda (re)definir el concepto de (in)seguridad. De lo contrario, y como bien se ha criticado constantemente, dejar a algunas mujeres en puestos de toma de decisiones seguirá siendo un pequeño precio a pagar a cambio de que el sistema permanezca esencialmente inalterado. La evidencia de los últimos veinte años demuestra que no todas las mujeres estamos más seguras. Pero más importante aún es que esta tarea precede a la propia Agenda. Las semillas de la 1325 se plantaron en los albores de la Sociedad de Naciones, la organización antecesora de la ONU. No se trata de esperar puntos de inflexión, como una crisis de violencia contra las mujeres, o el propio aniversario de la Resolución; es que no podemos parar.
1. Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas.
2. Cockburn, C. (2012) “Snagged on the Contradiction: NATO, Resolution 1325, and Feminist Responses”, Women in Action, págs. 48–57.
3. UN Security Council (2000), Resolution 1325.
4. Weiss, C. (2011) “We Must Not Make War Safe for Women”, Open Democracy, Mayo 24. Disponible en: https://www.opendemocracy.net/5050/cora-weiss/we-must-not-make-war-safe-for-women
5. Cockburn, op. cit.
6. Abu-Lughod, L. (2002) «Do Muslim women really need saving? Anthropological reflections on cultural relativism and its others», American anthropologist, 104 (3), págs. 783-790.
7. Khalid, M. (2011) “Gender, orientalism and representations of the ‘Other’ in the War on Terror”, Global Change, Peace & Security, 23:1, págs.15-29. DOI:10.1080/14781158.2011.540092
8. Parashar, S. (2019) “The WPS Agenda: A Postcolonial Critique”, en Sarah E. Davies y Jaqui True, eds., The Oxford Handbook of Women, Peace and Security, ed., (Oxford University Press: 2019).
9. Drumond, P. and Rebelo, T. (2020) “Global pathways or local spins? National Action Plans in South America”, International Feminist Journal of Politics. DOI: 10.1080/14616742.2020.1783339
10. Card, C. (2010) “Genocide is social death”, en Confronting Evils: Terrorism, Torture, Genocide, Cambridge: Cambridge University Press, págs. 237-266.
11. Kirby, P. and Shepherd, L. J. (2016) “The Futures Past of the Women, Peace and Security Agenda”, International Affairs 92 (2), págs. 373–392.
SOBRE LA AUTORA
Ana Velasco es analista de seguridad feminista. Se licenció en Relaciones Internacionales por el Instituto Tecnológico y Autónomo de México y cuenta con un Máster en Género, Violencia y Conflicto de la Universidad de Sussex (Reino Unido) y con otro en Derecho Internacional y Relaciones Internacionales por la Universidad de Granada. A punto de iniciar sus estudios de doctorado, actualmente es investigadora y miembro de la ONG estadounidense Women In International Security. Recientemente fue ganadora del concurso internacional de ensayo «1325 And Beyond».
Fotografía: © UN Women Asia and the Pacific.