El primero 1, una espada con el hilo afilado; el 9, una soga atragantada; el otro 1, un fusil apuntando al cielo; el 5, un hacha sobre un sable otomano: 1915. Es abril en Erevan y se espera encontrar todo tipo de carteles recordando la masacre, pero ninguno de esta crudeza. Cae la primera anotación a la libreta: «¿Qué se puede construir desde un dolor tan descarnado? ¿De qué topes insalvables nos habla?»
Durante las semanas previas al centenario muchos medios de información redirigieron sus focos hacia la olvidada Armenia. La mayoría seguían el rastro del dolor imprimido en el cartel de Erevan; otros, la resonancia internacional de la condena del Papa Francisco o el pronunciamiento de países que, como Austria y Alemania, se unían a última hora a la escueta lista de 26 estados que reconocen el primer genocidio del siglo XX. Como tantos otros colegas, un equipo de periodistas del colectivo Contrast viajamos al país atraídos por la memoria persistente de su pueblo, pero también decididos a ir un poco más allá. Nos preguntábamos, y nos seguimos preguntando, de qué manera interactúa esta memoria con la identidad y el futuro de un país situado de forma permanente en un enjambre de encrucijadas. El objetivo final: generar un debate que, siendo primordial para Armenia, pueda inspirar otras realidades.
Parece que hay dos Armenias. La que carga y combate el pesado peso de un presente arisco y torpe; y la que toma impulso para hacer de la memoria un reclamo de justicia
Geoestrategia y paz
La primera encrucijada en la que se encuentra el país es histórica y se puede medir en kilómetros cuadrados. Armenia es un pequeño país de tres millones de habitantes que, a pesar de disponer de una ínfima parte de su territorio original, conserva el mismo valor geoestratégico que a lo largo de la historia ha animado las continuas invasiones de los imperios vecinos (otomano, persa, ruso …). En el oeste, la frontera está cerrada. El estado turco sigue siendo el gran aliado en la región de las potencias occidentales, lo cual explica el escaso número de adhesiones que ha obtenido la causa del reconocimiento del genocidio perpetrado por el gobierno de los Jóvenes Turcos entre 1915 y 1923. Cada año, el presidente Erdogan traslada «muestras de dolor» por la muerte de miles de armenios y armenias «en el contexto» de la I Guerra Mundial, pero en la línea de sus predecesores -compartida por países como los EE.UU., España o Israel-, no reconoce la existencia de una matanza planificada como tal. Mientras tanto, en el este y en el suroeste de Armenia, Azerbaiyán se mantiene en pie de guerra desde que en 1991 la región de Nagorno-Karabaj, de raíces culturales e históricas armenias, se proclamó república independiente en plena escalada bélica entre ambos países. A pesar del alto el fuego firmado en 1994, el goteo de soldados muertos en la frontera de este estado de facto, no reconocido por ninguno otro país de la comunidad internacional, es a día de hoy constante y nada hace indicar que se tenga que detener en breve. Todo lo contrario. La cifra de muertos ha aumentado considerablemente los últimos años (34 en el 2012, 72 en el 2014) y las posiciones siguen enrocadas. Quizás sea el momento de escuchar las entidades locales que, como Peace Dialogue, llevan años trabajando para extender la cultura de paz en la región.
La flor sin tierra
La segunda encrucijada es coyuntural y tiene que ver con la encrucijada geoestratégica y con el rumbo que quiere emprender el país a corto plazo. Durante los quince días que estuvimos pudimos percibir como la crisis económica en que se encuentra Armenia no sólo cuestiona sus alianzas en la región, sino también los cimientos de su propia identidad. De entrada, queda en entredicho la alianza con Rusia. Desde el 2013, el gobierno de Serzh Sargsián ha estrechado los lazos económicos y militares a la búsqueda de un aliado fuerte, pero la jugada no le ha salido bien: la crisis que hace tambalear a Moscú ha impactado de lleno en la debilitada Armenia. En los últimos meses el país ha visto cómo las remesas de los 200.000 compatriotas migrantes que trabajan disminuían (el 21% de la economía armenia depende de las remesas, el 80% de las cuales provienen de Rusia) mientras que los precios de los servicios básicos dependientes de empresas rusas subían. El pasado mes de junio la protesta de miles de persones en las calles de Erevan ya obligaron al gobierno a suspender la subida de la luz, prevista en un 17%.
El reconocimiento internacional del genocidio no se concibe sólo como una exigencia de carácter ético sino también como una oportunidad de progreso
Al margen de las filias y fobias que despierta la alianza con el gobierno de Putin, la masiva emigración provocada por la crisis ha espoleado, ante nuestras cámaras, otro debate: ¿Qué necesita Armenia para reavivar? En la discusión han entrado en juego la corrupción endémica y las políticas de repatriación dirigidas a los ocho millones de armenios que viven fuera del país, pero también el temor de una progresiva pérdida de la identidad. “Es como si arrancas una flor de su hábitat y te la llevas a otro lugar: estará sometida a una vida corta», nos decía en su casa el historiador Guevorg Yazedjian. Como él, muchos de los miembros de la diáspora que hemos entrevistado temen que la pinza entre los procesos migratorios y la vida globalizada corten las raíces de una cultura milenaria que siempre ha sido faro y escudo ante todo tipo de peligros. También del genocidio.
Resulta difícil hablar con un mínimo de autoridad, más aún desde esta distancia simplificadora, pero parecería que sobre el país planean dos Armenias. Una, que carga y combate el pesado peso de un presente que se muestra arisco y torpe; la otra, que toma impulso desde el pasado para hacer de la memoria no sólo un imperativo identitario, sino también un reclamo de justicia. A ojos de esta segunda Armenia, sostenida en gran medida por las familias de los supervivientes expulsados del país ahora hace cien años, el reconocimiento internacional del genocidio no se concibe sólo como una exigencia de carácter ético sino también como una oportunidad de progreso, pues admitir su existencia abriría la vía legal al retorno de las propiedades que los verdugos arrancaron de cuajo con la masacre de 1915. Con esta idea, hace años que decenas de abogados y abogadas armenias por todo el mundo recogen la documentación necesaria para hacer renacer la justicia. Sólo así, dicen, se podrá hacer del país una tierra más próspera y democrática. La tierra donde la flor debe pervivir.
Fotografia : Jordi de Miguel Capell / – Cartel recordando la masacre en Armenia –
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