Diásporas constructoras de paz

El día a día en el Líbano: Sobrevivir a las continuas catástrofes provocadas por el hombre

Me ha costado mucho escribir este artículo sobre el rol de las mujeres libanesas en la diáspora. Empecé a pensar en la paz y la reconstrucción, pero terminé en un lugar muy oscuro de mi mente. ¿Paz con quién? ¿Paz cómo? ¿Qué tipo de reconstrucción es posible? ¿Cómo podemos conseguir la paz con un grupo de políticos que dejaron explosivos en el puerto durante seis años y utilizaron nuestras casas como escudos para las armas? ¿Cómo podemos recuperarnos de la fallida bancaria del siglo? ¿Cómo podemos superar las pérdidas materiales y humanas que ha provocado este sistema político? Dudaba de si escribir este artículo, pero luego decidí que, si ahora mismo la paz y la reconstrucción no son una opción, al menos debo relatar la historia y compartir el doloroso viaje que hemos hecho hasta el día de hoy.

Yo era la última persona de la que se habría esperado que abandonara el Líbano. De hecho, durante muchos años me había dedicado a convencer a amistades y compañeros para que regresaran a Beirut. Estaba convencida de que colectivamente podíamos desafiar y reformar un sistema centenario de gobierno opresivo y violento. Sí que lo desafiamos, pero no pudimos reformarlo. Había muchas personas como yo: mis amigos íntimos y aliados estaban todos igualmente comprometidos con el Líbano, dedicábamos nuestras vidas a este hermoso país. No era totalmente altruista, el Líbano nos daba mucho a cambio: teníamos un sentido y un hogar, compartíamos la lucha y la solidaridad; sentíamos que era nuestro momento de romper el ciclo generacional de trauma, corrupción, sectarismo y abuso. Lo haríamos mejor por nuestros hijos, nuestros estudiantes y nuestros padres.

Pero 2020 llegó y trajo no solo la explosión del puerto, sino también la mayor crisis financiera del siglo provocada por el hombre. Perdimos nuestras casas, hospitales, escuelas y restaurantes en la explosión. Perdimos todos nuestros ahorros. Sí, lo habéis leído bien: los bancos habían concedido préstamos al gobierno corrupto durante tanto tiempo que quebraron y suspendieron pagos. Cada dólar ahorrado carecía de valor en un país con una inflación alimentaria cercana al 500 %.

Así que me fui. La mayoría lo hicimos; algunas se quedaron. Cuando llegué a Barcelona, me di cuenta de que nuestra experiencia no era única. Muchas mujeres migrantes huyen de realidades similares también duras; muchas activistas no son capaces de transformar sus países. De hecho, en todo el mundo, la movilización feminista colectiva es atacada, cada vez más. En este mundo de opresión creciente, apenas oímos hablar de las vidas de las mujeres que lo arriesgan todo y que pierden sus batallas a favor de la democracia y los derechos humanos. Sabemos muy poco de esos países abandonados a su suerte entre pobreza y destrucción porque los señores de la guerra se niegan a construir realmente una versión inclusiva de la paz. Este artículo trata sobre un país, el Líbano, gobernado por señores de la guerra que llegaron a acuerdos de paz solo para mantenerse en el poder, y con los que no puede haber ninguna paz inclusiva ni ninguna recuperación adecuada. No hay paz ni recuperación sin que se rindan cuentas por los crímenes masivos.

El Líbano es un país gobernado por señores de la guerra que llegaron a acuerdos de paz solo para mantenerse en el poder, y con los que no puede haber ninguna paz inclusiva ni ninguna recuperación adecuada

Cuando vivía en Beirut, tenía una voz muy potente y un gran sentido de claridad. Por aquel entonces no era del todo consciente, pensaba que estaba angustiada y enfadada. Parte de ello, por supuesto, era enfado: te enfadas cuando vives a merced de un sistema sectario centenario gobernado por un puñado de señores de la guerra. Te enfadas cuando el sector público que debería protegerte te discrimina como mujer en todos los aspectos de tu vida privada y pública. Te enfadas cuando esos señores de la guerra se unen para provocar una de las mayores fallidas económicas del siglo provocadas por el hombre. Y te enfadas cuando te das cuenta de que habían almacenado explosivos conscientemente en el puerto durante años antes de que te explotaran en la cara. Siempre había pensado que el enfado era un impulso importante para pasar a la acción, hasta el punto que solía empezar mis clases preguntando a los alumnos qué les hacía enfadar para entender qué les llevaba a pasar a la acción. Todas estábamos muy enfadadas, pero éramos fuertes y teníamos las cosas claras, y estábamos totalmente movilizadas contra todos ellos, que nos estaban arruinando la vida.

Hoy, cuatro años después de una revolución aplastada, no estoy segura de si constituimos una diáspora o incluso de lo que eso significa para las mujeres que huyeron del Líbano. Lo que sí sé es que las fronteras y los husos horarios son reales y que nos impiden estar juntas físicamente. Mis recuerdos de manifestarme hombro con hombro son un doloroso recordatorio de que tuvimos que tomar la decisión de caminar solas, en un nuevo país.

Irnos era el último mecanismo de supervivencia que teníamos contra una clase política tan obstinada en matar a su propia gente. Sé que muchas se han quedado en el Líbano, voluntaria o involuntariamente, y que merecen nuestra solidaridad y atención, pero este artículo trata de las que se fueron y que, al marcharse, perdieron toda oportunidad de volver a manifestarse juntas. A lo largo de los años hicimos tantas protestas que aún puedo notar el olor del gas lacrimógeno, el sudor y la sangre, los neumáticos ardiendo y el sonido de cristales rotos bajo mis pies. Igual de importante que protestar fue toda la cocreación generativa y la creación de solidaridad sobre las cuestiones que nos afectaban, desde el matrimonio, el divorcio, el acoso sexual o la violencia, a la igualdad de acceso al mercado laboral. Al final, todo ello merecía el tiempo y la energía que le dedicamos, porque la movilización colectiva nos proporcionó consuelo y comunidad cuando más lo necesitábamos.

Irnos era el último mecanismo de supervivencia que teníamos contra una clase política tan obstinada en matar a su propia gente

Este artículo es otro acto de protesta para visibilizar la labor invisible de tantas mujeres que crearon y sostuvieron el activismo político durante tanto tiempo. Trata sobre las mujeres que ayudaron a romper el silencio sobre los tabúes, crearon organizaciones inclusivas y se manifestaron por millares. Trata sobre el trabajo y el amor que quedan sin documentar en la historia y que se borran y olvidan cuando los políticos corruptos resurgen como tiranos victoriosos. También es un acto de protesta contra el hecho de volvernos invisibles como migrantes y la tarea diaria que hacemos para apoyarnos las unas a las otras, aspirando a volver a estar juntas algún día aunque sea en un lugar nuevo.

¿Qué ocurrió?

A menudo me pregunto cómo puedo explicar lo que ocurrió a la gente de aquí, de Barcelona, a los nuevos amigos que se interesan y quieren saberlo. Por teléfono, mi amiga me dice –cínicamente- que empiece a partir de 1943, cuando el Líbano obtuvo la independencia de Francia, y que siga hasta el 4 de agosto de 2020, cuando el puerto explotó con 2.750 toneladas de nitrato de amonio. Pero, por supuesto, explicar esa historia sería demasiado largo y agotador. Creo que basta con detenerse en tres momentos recientes, que ilustran la compleja historia de este pequeño país. El primer momento que me viene a la mente es la llama de esperanza y desafío que se apoderó de las calles del país, de norte a sur, en octubre de 2019. Cuando terminó la guerra civil en 1989, los señores de la guerra se concedieron la amnistía por los crímenes de guerra y se dispusieron a gobernar el país utilizando el Estado como su propiedad privada. Treinta años de corrupción habían erosionado la confianza pública y provocaron una oleada de protestas generalizadas sin precedentes que cristalizó en una revolución contra «todos ellos» (kellon yaaneh kellon). Este «todos ellos» en conjunto era más que un eslogan potente, era una acusación de responsabilidad compartida de los hombres que se habían hecho cargo de un país y que lo hundieron. En ese momento, esta revolución sirvió de alivio para una nación deprimida y despertó en nosotras la oportunidad de expresarnos, permanecer unidas e imaginar el Líbano que queríamos.[1]

No pasó mucho tiempo antes de que «todos ellos» arremetieran contra manifestantes pacíficos con su experiencia tiránica para oprimir, golpear violentamente, arrestar y poner en marcha una contrarrevolución unificada. También me viene a la mente otro momento, en enero de 2020, cuando nos dimos cuenta de que el sistema bancario se había derrumbado y se había llevado consigo todos nuestros ahorros y robado la pensión de nuestros padres para la que tanto habían trabajado. Esto fue la culminación del robo de «todos ellos» durante tanto tiempo, lo que condujo a la suspensión de pagos de los bancos y a una deflación monetaria del 90 %.[2] Mientras veíamos cómo desaparecían nuestros ahorros, se calcula que el 80 % del país cayó en la pobreza, justo en el momento en que llegó la COVID-19. Los suicidios pasaron a ser algo diario para padres que no podían alimentar a sus familias. Hogar de más de un millón de refugiados, el Líbano, como país no signatario de la Convención de Ginebra, no contaba con una red de seguridad ni para los ciudadanos ni para los refugiados. También había gestionado mal los recursos que le habían proporcionado las agencias de la ONU para paliar el sufrimiento tanto de los refugiados como de las comunidades de acogida.

Tenemos una nación destrozada que ha obligado a cientos de miles de personas a migrar; ha desplazado a las mujeres que fueron tan importantes para generar esperanza

El momento final llegaría meses después de que nos hubiéramos aislado dentro de nuestras casas. Poco antes de las 6 de la tarde del 4 de agosto de 2020 el puerto de Beirut explotó y mató a más de 220 personas, hirió a 6.000 y destruyó 300.000 hogares, escuelas, hospitales y pequeños negocios.[3] Este año se ha cumplido el cuarto aniversario de este trauma colectivo masivo y ni una sola persona ha ido a juicio o a la cárcel. De hecho, al igual que en la posguerra, hoy parece que los criminales y los responsables son más fuertes que nunca y se dedican a obstruir la justicia, se niegan a elegir un presidente y eluden todas las reformas que ayudarían a la recuperación de la economía. Esto nos lleva al momento actual de una nación destrozada que ha obligado a cientos de miles de personas a migrar y, por tanto, ha desplazado a las mujeres que fueron tan importantes para generar esperanza.

Politizar la esperanza y la desesperación

Las mujeres del Líbano -libanesas o no libanesas- han estado históricamente al frente de la lucha por la igualdad de derechos, la mitigación de conflictos y la movilización colectiva. El sistema político libanés perjudica sobre todo a las mujeres, que siempre han sido las que más tienen que perder si se imponen los señores de la guerra. Sin derecho a transmitir la nacionalidad a nuestros hijos, sin sistema judicial civil, sin igualdad de derechos laborales y sin leyes que nos protejan de la violencia, por supuesto no tuvimos más remedio que autoorganizarnos. En los últimos años, miraras donde miraras fuimos nosotras quienes nos unimos para protestar levantando tiendas de campaña, turnándonos para cuidar de los niños, cortando carreteras y elaborando una narrativa que incluyera nuestros derechos en la revolución que se estaba produciendo.

Durante la COVID-19 y la fallida financiera, fuimos nosotras quienes establecimos redes de apoyo, recaudamos fondos para salvar a estudiantes y compañeros del desahucio y rompimos el silencio sobre el aumento de la violencia de género. Tras la explosión, tardamos menos de un día en movilizarnos para lograr ayuda por toda la ciudad. Se nos podía ver con escobas para limpiar cristales, asistir a funerales públicos y recoger los restos de negocios, escuelas y hospitales locales. La esperanza era un proyecto político tejido con fragmentos de cocreación y movimiento, y el deseo de no caer en una tristeza insuperable. Era una estrategia para desafiar aquello que nos decían que era imposible. Pero lo que era cierto para la esperanza también resultó ser cierto para la desesperación.

En la investigación que estoy realizando con activistas feministas en la migración, el sentimiento más repetido es algo que me dijo una antigua compañera: «Éramos tan ingenuas… espero no volver a ser ingenua nunca más». Durante mucho tiempo, interpreté erróneamente la desesperación como una retirada y un punto final. Pero al escucharla con atención, me di cuenta de que la política de la desesperación puede ser un potente mecanismo de supervivencia. Las mujeres libanesas no son tan ingenuas para pensar que pueden derrotar a una máquina de matar. Sabíamos cuándo protestar y sabíamos en qué momento la protesta caía en saco roto, y nos retirábamos prudentemente para proteger nuestro bienestar y el de nuestros seres queridos. «Tenía sentido que saliéramos a la calle todas juntas, pero cuando vi a tanta gente herida y sangrando, para mí también tuvo sentido quedarme en casa por el bien de mis hijos», me contaba mi amiga.

Las mujeres no tuvimos más remedio que autoorganizarnos. Miraras donde miraras fuimos nosotras quienes nos unimos para protestar, cuidar de los niños y crear una narrativa para defensar nuestros derechos

Esta retirada de la confrontación política trajo consigo tres elementos de la migración que destacan en nuestras experiencias. En primer lugar, está la migración física lejos de una esfera pública que literalmente intenta enterrarnos vivas.[4] Esto implica una primera etapa en nuestro proceso migratorio que se centra en nuestra corporeidad como primer paso para recuperar la sensación de control sobre nuestros cuerpos. «Cada vez que nos disparaban volvía a sentir que mi dignidad se resquebrajaba por estar en peligro mientras exigía pacíficamente que esos hombres respondieran por sus actos», dijo mi amiga de forma muy elocuente. En segundo lugar, está la migración psicológica de unos ideales que ya no nos servían como individuos ni como colectivo. Personalmente, sentía la responsabilidad de cambiar mi narrativa porque me preocupaba que mis alumnos continuaran protestando por una causa perdida. Como dijo mi compañera, «se han quemado y destruido tantas cosas que no podría vivir conmigo misma si otro chico o chica es arrastrado a un interrogatorio policial». Esta migración psicológica trajo consigo una nueva voz política que poco a poco fue dando sentido a la enorme pérdida que habíamos sufrido, tanto moral como financieramente. En tercer lugar, está el acto de migrar geográficamente fuera del país. No conozco a una sola mujer que describa esta migración como voluntaria. «Nos empujaron a marcharnos, sé que tengo la suerte de estar viva y de tener este privilegio, pero me siento desplazada e incluso después de tres años no me siento parte de este nuevo lugar que habito», afirma mi amiga.

El día a día

Tengo que ser sincera: me encanta vivir en Barcelona y esto es algo único entre mis amigas que se trasladaron a otros lugares del mundo. No me siento forastera, aunque sé que no soy de aquí. Y tampoco me siento excluida. Digo esto para explicar que, para mí, este artículo no trata de cómo me siento fuera de mi lugar y cuánto echo de menos mi hogar, aunque lo hago. En cambio, quiero explicar la experiencia cotidiana de esta migración física, psicológica y geográfica que hemos tenido que emprender para mantener nuestro bienestar físico y, poco a poco, trabajar por nuestro bienestar mental y nuestra recuperación. El hecho de marcharnos nos ha quitado muchas cosas: no solo tenemos que ver desde lejos cómo nuestros padres envejecen, echar de menos a nuestros hermanos y ser testigos del deterioro del país, sino que además esto lo hacemos sin que nos quede aliento para gritar.

Hemos tenido que emprender una migración física, psicológica y geográfica para mantener nuestro bienestar físico y, poco a poco, trabajar por nuestro bienestar mental y nuestra recuperación

En el Líbano éramos activistas (luchadoras), enfermeras, profesoras, actrices, hermanas e hijas. En la migración somos un individuo, no un colectivo, que intenta orientarse por interminables laberintos de burocracia sobre los que no tenemos ni voz ni voto. Nuestras carreras profesionales dan un paso atrás, ya que tendemos a aceptar cualquier trabajo que nos permita mantenernos a flote. La migración nos aísla y personaliza nuestras experiencias. Lo que solíamos hacer colectivamente ahora debemos resolverlo nosotras individualmente.

Este monográfico de la revista Por la Paz está dedicado a la movilización de las diásporas, pero no sé qué tipo de diáspora constituye nuestra generación de activistas feministas. No estoy segura de que volvamos a trabajar colectivamente para intentar democratizar el Líbano nique esta sea la mejor opción para nuestra seguridad y bienestar. Tampoco estoy segura de que ese objetivo merezca dedicarle toda una vida. De lo que sí estoy segura es de que sobrevivimos a lo impensable y de que en la migración —al igual que en el Líbano— las semillas del consuelo y la curación vendrán de nosotras mismas y para nosotras, y eso me hace seguir adelante en mi día a día. También estoy segura de que nuestra lucha no es única y de que hay innumerables mujeres como nosotras y de que nuestros nuevos hogares en la migración también nos necesitan; tenemos una perspectiva sobre la acción colectiva y de cómo navegar por la geopolítica que nos hace ver el mundo de forma multidimensional. Podemos contribuir a la paz y a la recuperación, pero quizá no podamos cumplir con los objetivos de una nación tomada como rehén por criminales corruptos. El tiempo lo dirá.


[1] Para más información sobre la salud mental y la revolución en el Líbano, véase «Revolution Soothes a Depressed Nation» de Carmen Geha en The New Arab, publicado en diciembre de 2019.

[2] Véase: Parlamento Europeo, «Situation in Lebanon: Severe and Prolonged Economic Depression».

[3] Véase: Human Rights Watch, «They Killed us from Within».

[4] Véase «The Feeling of Being Buried Alive»,de Carmen Geha en The New Arab, de agosto de 2020.

Este artículo ha sido traducido del original, en inglés.

Fotografía

Explosión en el puerto de Beirut, Líbano, 2020. Autor: Ali Chehade Farhat.