Diásporas constructoras de paz

El exilio siriano: Del «hagamos algo» al «¿qué se puede hacer?»

El mes de marzo de 2024 marcó el final de mi décimo año de exilio de Alepo, Siria, mi ciudad natal. Fui detenida durante varias horas el 17 de marzo de 2013 y, en la mañana del 18 de marzo, abandoné Siria, consciente de que cualquier intento de regresar podría comportar mi asesinato o, como mínimo, un encarcelamiento prolongado. Había pasado la mayor parte de mis treinta años viviendo dentro de un círculo geográfico y social relativamente concentrado alrededor de mi ciudad, que carecía de diversidad en términos de clases, sectas y religiones, excepto durante los años de la revolución. Mi decisión involucrarme en la Primavera Árabe mediante manifestaciones, escritos y participando en la organización política me comportó más de un año de persecución, previo a que finalmente huyera del país. Crucé a Turquía a través de las fronteras entonces abiertas, en dirección a la ciudad turca de Gaziantep.

Ya desde el principio percibí el profundo impacto emocional por haber sido desarraigada por la fuerza de mi país. Para afrontar el dolor de este desarraigo, me aferré a la creencia de que mi exilio era temporal: que no sería de años, sino de unos pocos meses. Seguí los acontecimientos políticos a través de una lente tanto analítica como personal, considerando lo que cada cambio podría significar para mi regreso. Durante esos primeros años de exilio, no tenía ni el deseo ni la energía para integrarme en mi nuevo entorno. El resentimiento local hacia los refugiados tan solo profundizó mi sentido de alienación. No aprendí turco ni hice ningún esfuerzo por tender puentes o construir relaciones. Tan solo esperaba regresar a casa.

Para resistirme a aceptar que estaba exiliada, seguí considerando que mi papel como activista, feminista y escritora no había cambiado. Me comportaba como si mi conexión con Siria (sus calles, su discurso público y mi acceso al conocimiento, la información, la historia oral y las observaciones) no hubiera cambiado. Negué las limitaciones de mantener solamente una relación virtual con mi país y las limitaciones políticas derivadas. En los raros momentos en que reconocí que estaba en un país diferente, bajo diferentes formas de opresión, rápidamente ahogué este reconocimiento, convenciéndome de que mi exilio era temporal. Estaba convencida de que regresaría a Siria y que tan solo era cuestión de tiempo.

Desde el principio me di cuenta del profundo impacto emocional de haber sido desarraigada por la fuerza de mi país y me aferré a la creencia de que mi exilio era temporal

Me negué a aceptar el resultado más probable de que no volvería a vivir en Siria hasta después del implacable asedio y bombardeo de Alepo por parte del régimen sirio, que finalmente cayó a finales de 2016. Creo que aquello fue el inicio de la comprensión de mi propio exilio.

El exilio intensificó la limitación de las opciones políticas en la relación con mi país. Quiero vivir en mi país, pero moriré si regreso. Esto crea una elección imposible entre la vida y la patria. Después de priorizar la vida antes que el regreso a Siria, la culpa, más que el cambio político, se convirtió en la fuerza impulsora de gran parte de mi activismo político en las primeras etapas del exilio.

La culpa es intensamente egocéntrica, incluso cuando se expresa en términos del bien de «los que dejamos atrás». A menudo asigna responsabilidades sobrehumanas al individuo para salvar a otros. Impulsados por el peso de la culpa, gravitamos hacia acciones que prometen impactos positivos inmediatos, favoreciendo soluciones directamente efectivas a corto plazo y, en lugar de estrategias a largo plazo. Por lo general, no se trata de esfuerzos políticos o culturales, sino de trabajo humanitario.

En consecuencia, muchos activistas de la revolución siria, incluida yo misma, pasamos de la resistencia política contra la guerra y diversas ocupaciones de Siria, y de cultivar una visión política para un futuro más democrático, digno y justo, a centrarnos principalmente en los esfuerzos humanitarios inmediatos. Sin embargo, la culpa no fue el único motivo de este cambio. La gravedad de la guerra, el colapso de los apoyos esenciales de la vida cotidiana de nuestro pueblo y la admisión, a veces no reconocida, de la derrota de las revoluciones árabes y la supresión de las demandas de liberación de los pueblos también desempeñaron papeles importantes.

Quiero vivir en mi país, pero moriré si regreso. Esto crea una elección imposible entre la vida y la patria

«Los que hemos sobrevivido debemos hacer algo»

Esto surgió como el lema para aquellos que todavía teníamos la energía para resistir, mientras que muchos otros en el exilio se retiraron del activismo público hacia la salvación personal o hacia el nihilismo. Nuestros medios de resistencia se limitaron a esfuerzos humanitarios o a rehacer protestas parecidas a la Primavera Árabe, pero desde nuestros países de acogida. Estas manifestaciones, que se hacían eco de las canciones y cánticos de los primeros días de la revolución, transmitían una cruda honestidad cuando se expresaban en las calles de nuestros países de origen mientras intentábamos recuperarlas de la opresión política. En cambio, en los países extranjeros, nuestras protestas a menudo pasaban desapercibidas, los transeúntes locales eran indiferentes, a veces incapaces de diferenciar nuestras banderas de las de otras naciones. Estas protestas representaron una mezcla de nostalgia y una fuerte afirmación de que, a pesar de nuestro exilio, seguíamos conectados con ese valiente y digno capítulo de 2011. Sin embargo, con el tiempo, gradualmente empezamos a reconocer, al menos ante nosotros mismos, que las manifestaciones a pequeña escala en nuestros países de acogida no eran el medio más eficaz para mantener nuestra lucha política en la diáspora.

Ante las situaciones catastróficas en curso, hacer una pausa para reflexionar sobre este «hacer algo» podría considerarse un lujo. No hay tiempo para contemplar nuestras complejas circunstancias, a pesar de saber que las únicas soluciones a nuestros complejos desafíos políticos exigen una reflexión profunda, un lujo que percibimos que no podemos permitirnos.

La prisa por elegir métodos de resistencia, o la retirada total, entre los activistas exiliados viene acompañada de muchas premisas falsas. Presupone una diáspora homogénea entre los exiliados políticos, que esta diáspora desempeña roles similares o unificados, independientemente de las diferencias geográficas, los niveles de opresión política y racial y la concentración de refugiados en cada país. Pasa por alto el paso del tiempo que, invariablemente, altera nuestras relaciones con el país y su dinámica.

Con el tiempo empezamos a reconocer que las manifestaciones a pequeña escala en nuestros países de acogida no eran el medio más eficaz para mantener nuestra lucha política en la diáspora

Ahora se requiere más esfuerzo y tiempo para acceder y comprender el conocimiento local que no está escrito. Antes éramos la comunidad local, pero ya no. Hace una década, podía medir sin esfuerzo la relación entre el salario de un empleado sirio y el precio de una barra de pan. Ahora, necesito convertir estas cifras a dólares de una manera nada intuitiva para entender un hecho tan básico. Sin admitir que he vivido en dos países diferentes fuera de Siria (Turquía y Estados Unidos), cada uno con papeles potencialmente diferentes para mí. Sin aceptar que llevo diez años fuera de Siria y que la Siria que conocía ha cambiado significativamente. Sin admitir, tampoco, que tal vez nunca regrese y que tenga que hacer de un nuevo país mi hogar durante tanto tiempo como viví en Siria, sigo estancada en mis métodos de resistencia, dominados por la certeza más que por el diálogo. Corremos el riesgo de quedar atrapados en la repetición de programas y métodos, en lugar de escuchar realmente y formar nuevas demandas colectivas.

¿ En la batalla por la liberación qué se podría a largo plazo? ¿Personalmente, cuál es mi rol ? ¿Qué necesita el país en su nuevo contexto político? Estas son preguntas necesarias pero que se hacen poco.

¿Qué pasaría si reconociéramos que los métodos tradicionales de lucha noviolenta no han conseguido proteger vidas ante genocidios en conflictos desde Yemen hasta Sudán, Palestina y Siria? Y admitir, además, que la resistencia armada tampoco ha mejorado la vida de la gente. Y que nosotros, a pesar de nuestras diferentes perspectivas, desde personas de izquierdas y feministas hasta defensores de los derechos humanos, nos enfrentamos a una derrota ideológica y humanitaria. Que nuestros diversos métodos de resistencia se han vuelto insuficientes para ofrecer cualquier esperanza política de un futuro más justo.

¿Qué pasaría si reconociéramos que los métodos tradicionales de lucha noviolenta no han conseguido proteger vidas ante genocidios, y que la resistencia armada tampoco ha mejorado la vida de la gente?

¿Qué pasaría si pasáramos de la mentalidad de «hagamos algo», válida ante la urgencia de la pérdida de vidas, a preguntarnos «¿qué se puede hacer?» De la certeza a la humildad y la incertidumbre. ¿Si aceptáramos que la siguiente fase de nuestra lucha en la diáspora depende en gran medida de la experimentación y el replanteamiento colectivo, yendo más allá de la obligación de actuar para explorar nuevas formas de lucha? Este cambio podría allanar el camino para enfoques más estratégicos e intencionales de nuestras luchas por la liberación.

¿Qué se puede hacer para apoyar a nuestro pueblo tanto dentro como fuera del país?

¿Cómo podemos dar forma política a demandas y mensajes sin eclipsar las voces de quienes están dentro del país, sin marginarlos o simplificar sus experiencias tratándolos como si fueran un grupo monolítico?

Al reconocer nuestros privilegios en los países de asilo, es crucial no ver esto como una jerarquía de sufrimiento, sino como una forma de responsabilizarnos de nuestro papel y del espacio para nuestra voz. Con el tiempo, muchos de nosotros aprendemos las múltiples lenguas de la globalización y obtenemos un mayor acceso a las universidades, la prensa y las plataformas de alcance global. Ya sea de manera intencionada o no, a menudo somos vistos como el modelo del «buen inmigrante». En medio de esto, ¿cómo podemos utilizar estas ventajas para abogar por mejores derechos para todos, tanto dentro como fuera de nuestra patria? ¿Cómo podemos amplificar sus luchas sin apoderarnos de las voces de quienes carecen de medios de comunicación, internet o electricidad, y tienen oportunidades limitadas para viajar y participar?

Los derechos a la vida y a la dignidad de quienes viven en nuestros países no son ni más ni menos importantes que los nuestros: son igualmente fundamentales en nuestra búsqueda colectiva de tierra, justicia y democracia. ¿Cómo garantizamos que nuestro enfoque siga siendo lo más popular posible? ¿Estamos escuchando adecuadamente a aquellos con quienes compartimos nuestra lucha, en particular a aquellos que permanecen en condiciones de vida catastróficas?

¿Cómo podemos dar forma política a demandas y mensajes sin eclipsar las voces de quienes están dentro del país, sin marginarlos ni tratarlos como un grupo monolítico? ¿Cómo garantizamos que nuestras luchas sigan siendo lo más populares posible?

¿Qué se puede hacer de manera colectiva y significativa en línea, más allá de tendencias e influencers?

Nuestro activismo en la diáspora a menudo corre el riesgo de caer en la trampa del neoliberalismo debido a su dependencia forzada de las redes sociales y los espacios virtuales, lo que puede llevar a la mercantilización de temas para hacerlos más comercializables. El activismo puede adquirir un tono altamente individualista que resulta atractivo para el marketing en plataformas como TikTok e Instagram, transformándonos de miembros de un movimiento colectivo en personas influyentes individuales seguidas como si fueran celebridades pop y convirtiendo nuestras causas en tendencias competitivas. Retirarse de los espacios virtuales, sin embargo, parece menos eficaz para resistir esta tendencia hacia fenómenos dominados por los influencers.

¿Cómo podemos aprovechar al máximo los espacios de comunicación virtuales a pesar de sus limitaciones y evitar la retórica o generar demandas que impongan cargas adicionales a aquellos a quienes pretendemos apoyar? ¿Cómo podemos pertenecer a los movimientos participando como uno más entre muchos activistas y no como el único?

¿Qué se puede hacer para fomentar la mayor acción colectiva posible?

Deberíamos empezar por reconocer que hemos perdido el acceso a nuestras calles y la capacidad orgánica de organizarnos con nuestras comunidades de origen. Una vez que aceptemos esto, deberíamos aspirar a ampliar nuestra definición de comunidad, adoptando un enfoque más interseccional. En Alepo podría haberme organizado en mi barrio, en mi calle o en mi universidad. En Nueva York puedo construir sororidad y alianzas con personas más allá de nuestra identidad nacional, y unirme en torno a un movimiento de liberación global. El desafío es aceptar que, para nosotros, la naturaleza de nuestro colectivo ha evolucionado en la diáspora. A partir de esta aceptación, debemos esforzarnos por contrarrestar el individualismo y, en su lugar, forjar un colectivo nuevo e intencional.

¿Qué recursos tenemos a nuestra disposición para pensar colectivamente en tiempos de derrota y genocidio generalizado, en lugar de simplemente organizar otra protesta o conmemorar eventos como el Día de la Mujer, el Día de los Derechos Humanos y el aniversario de la revolución?

Debemos seguir comprometidas con nuestros países de origen, asegurándonos de que nuestras luchas e historias sigan siendo visibles y activas; al mismo tiempo, es esencial sumergirnos en los paisajes políticos de nuestros nuevos países, abogando por nuestros derechos y formando alianzas con movimientos locales

¿Qué se puede hacer? Esta pregunta debería guiarnos. ¿Cómo podemos crear espacios para imaginar de manera colaborativa respuestas creativas para esta pregunta?

¿Qué se puede hacer dentro de los espacios políticos de nuestros nuevos países como refugiados?

¿Cuál es nuestro papel hoy como refugiados, no solamente para el cambio político en nuestros países de origen, sino también en nuestros países anfitriones, que se están volviendo cada vez más hostiles hacia las personas refugiadas? ¿Cómo podemos equilibrar esto con nuestra preocupación por los derechos de nuestra patria? ¿Cómo podemos desempeñar un papel en la creación del cambio, no a través de la asimilación y la conformidad, sino a través de la resistencia y el enriquecimiento de la diversidad?

Para lograrlo, debemos cultivar un doble enfoque en nuestro compromiso político. Debemos seguir comprometidas con los problemas de nuestros países de origen, asegurándonos de que nuestras luchas e historias sigan siendo visibles y activas. Al mismo tiempo, es esencial sumergirnos en los paisajes políticos de nuestros nuevos países, abogando por nuestros derechos y formando alianzas con movimientos locales. Esto requiere aprender los sistemas políticos, comprender los problemas locales y encontrar puntos en común con los grupos activistas. Es crucial trabajar activamente para exigir que estos espacios activistas sean más inclusivos y apoyen a los refugiados.

¿Qué se puede hacer?

Está bien admitir que ante la opresión masiva que estamos presenciando actualmente en el mundo, la respuesta a lo que se puede hacer no es clara ni concreta. En mi país, Siria, el régimen ha sido tan fascista que cientos de miles de personas han sido asesinadas, cientos de miles siguen desaparecidas y millones han sido desplazadas a países abiertamente xenófobos. Dentro del país, la gente es bombardeada y atacada. Cinco países diferentes ocupan diferentes regiones de Siria, junto con muchas milicias extranjeras. Gran parte de nuestra población todavía se encuentra en campos de refugiados y muchos viven por debajo del umbral de pobreza.

Está bien si nosotros, los recién exiliados, no tenemos una respuesta clara ante estos desafíos en constante cambio. Siempre que nos resistamos a hundirnos en la apatía política, el nihilismo y la rendición total ante las injusticias del mundo. Siempre que mantengamos viva esa pregunta, con humildad, curiosidad, compasión y coraje. Sigamos preguntándonos, una y otra vez, ¿qué se puede hacer?

Este artículo ha sido traducido del original, en inglés. Este texto ha sido escrito antes de la caída del régimen en diciembre de 2024.

Fotografía

Taller de costura de la actividad «Cuerpos Gramaticales» con la diáspora colombiana en Barcelona, 2017. Autora: Ingrid Guyon.