“Muchos amigos nos trataron como héroes. Pero nos habían echado de la Villa Olímpica y mi carrera quedó destruida. Para los directivos era un traidor”. Tommie Smith recordaba con cierta amargura el día en qué pasó a la historia. Tanto él como John Carlos, subidos en el podio del estadio Olímpico de México, el año 1968, alzaron el puño donde llevaban un guante de color negro, mientras sonaba el himno de los Estados Unidos en su honor por haber ganado el oro y el bronce a los 200 metros libres. “No era un gesto contra Estados Unidos. No era un gesto contra nadie. Era un gesto de orgullo por ser negro. Si iba en contra de alguna cosa, era del racismo”, argumentó Carlos. Tanto el Comité Olímpico Internacional (COI) como el Comité Olímpico de los Estados Unidos, sin embargo, no perdonaron la intromisión política en los Juegos Olímpicos, un acontecimiento supuestamente deportivo. Y dos medallistas olímpicos fueron condenados al ostracismo por haber querido aportar un grano de arena a la lucha contra el racismo en una época en la que se vivía un fuerte debate en los Estados Unidos.
El COI, como la mayor parte de organizaciones que controlan acontecimientos deportivos, reclama que el deporte no puede utilizarse para hablar de política. Pero el movimiento olímpico se politizó muy rápido por decisión misma del Comité Olímpico. Ya en 1906, cuando se hicieron en Atenas los conocidos como Juegos Intercalados -un experimento que sólo se hizo una vez y que pretendía permitir a los griegos organizar unos Juegos en medio del calendario olímpico-, los atletas se tenían que inscribir a través de los Comités Olímpicos Nacionales y no de forma individual. Fueron los primeros Juegos donde se alzaba una bandera para rendir honores a los ganadores. Los Juegos dejaban de ser una competición de atletas para ser una competición entre estados. El irlandés Peter O’Connor, al tener que competir como británico, protestó subiéndose por el mástil para colocar la bandera irlandesa, con la ayuda de atletas norteamericanos de origen irlandés. El deporte moderno ya nacía politizado.
Las reivindicaciones improvisadas por atletas en los grandes acontecimientos deportivos siempre han sido mal recibidas de entrada, aunque en muchas ocasiones los organizadores han utilizado el deporte para enviar mensajes. Por ejemplo, cuándo Japón decidió que el encargado de encender al pebetero en los Juegos de Tokio sería el atleta Yoshinori Sakai, nacido el día de la bomba atómica sobre Hiroshima. Una forma elegante de enviar un mensaje pacifista con menos polémica que la decisión del boxeador norteamericano Muhammad Ali de no servir al ejército de su país durante la Guerra de Vietnam. Ali, campeón olímpico unos años antes, prefirió ser condenado a una pena de prisión, pagar dinero y quedarse sin pasaporte durante unos años antes que participar en aquella guerra, perdiendo así el título de campeón mundial ya que no pudo salir del país para defenderlo.
Los gestos de O’Connor, Smith o Ali suscitaron problemas a los atletas, y acto seguido se les alejó de cualquier tipo de ayuda para poder seguir compitiendo. Fue así a pesar de que el puño negro de los norteamericanos se hubiese convertido en una de las imágenes más famosas de la historia del olimpismo. De hecho, el tercer atleta en el podio mexicano aquel 1968, el australiano Peter Norman, también fue sancionado por su federación ya que, al conocer la intención de los dos hombres norteamericanos, les dio apoyo poniéndose un pin contra el racismo.
Buena parte de los atletas que han decidido utilizar el deporte para intentar cambiar el mundo han pagado las consecuencias
En el año 2000, en cambio, la presión popular consiguió que los organizadores de los Juegos de Sidney utilizaran el deporte para intentar expiar los pecados cometidos sobre la comunidad aborigen. Ayudó el hecho de que el atleta Cathy Freeman consiguiese una medalla de oro y decidiese hacer la vuelta olímpica con la bandera aborigen y la australiana. Freeman, consciente de su posición de fuerza, utilizó la plataforma mediática que eran los Juegos para exigir un gesto hacia su gente: “Australia necesita mirar adelante y hay que hacerlo cerrando las heridas. El país celebra orgulloso mi oro, pero yo quiero estar orgullosa de ser australiana y aborigen a la vez”, dijo. Freeman ya se había jugado ser sancionada unos años antes cuando, en 1994, en uno de sus primeros éxitos, celebró la medalla de oro en los Juegos del Commonwealth (Juegos entre estados que formaron parte de la Corona británica) con una bandera aborigen. Por aquel entonces este símbolo no era oficial, pero el gesto sirvió para decantar un debate que llevaría a la oficialización de la bandera en 1995 por parte del primer ministro Paul Keating. Desde entonces, sin embargo, los jugadores de fútbol australiano Adam Goodes y Lewis Jetta han tenido que sufrir insultos racistas, hechos que han provocado su reacción en forma de celebraciones de éxitos con danzas tradicionales de su pueblo.
Los gestos simbólicos y políticos en el deporte han pasado a perseguirse cada vez con más dureza, especialmente en el fútbol
Si la lucha contra el racismo ha centrado durante décadas parte de las reivindicaciones, en los últimos años muchos deportistas han utilizado el deporte para defender, por ejemplo, los derechos de los homosexuales, especialmente en el balonmano, como las noruegas Gro Hammerseng y Katja Nyberg, que participaron en un Mundial con las uñas pintadas con los colores de la bandera homosexual. El capitán de la selección sueca de balonmano, Tobias Karlsson, también ha jugado partidos con un brazalete con los colores del arco iris, aunque le prohibieron llevarlo en el Europeo de este 2016 en Polonia.
Buena parte de los atletas que han decidido utilizar el deporte para intentar cambiar el mundo han pagado las consecuencias. En 1936, el atleta alemán Luz Long se atrevió a dar consejos a su gran rival en la prueba de salto de longitud, el norteamericano de origen afroamericano Jesse Owens, para evitar que fuera eliminado. Owens aceptó los consejos y derrotó a Long, quién tuvo que conformarse con la medalla de plata. El alemán, sin embargo, lo encajó bien, abrazó a su rival y dio la vuelta con él. Un gesto deportivo de gran valor ya que aquel 1936 mandaba Hitler en Berlín, quién no veía con buenos ojos cómo uno de sus atletas ayudaba a un deportista negro. Long lo pagó caro, ya que a diferencia de otros deportistas de nivel, fue destinado a la primera línea de fuego una vez empezó la guerra. Y murió en Sicilia en 1943.
La elección de la ciudad rusa de Sochi como sede de los Juegos Olímpicos de Invierno del 2014 también animó a diferentes deportistas a alzar la voz en oposición a las leyes rusas contra los homosexuales. Así, Cheryl Maas, snowboarder neerlandesa, mostró un guante con los colores de la bandera del arco iris justo antes de participar en su prueba. Maas pudo escapar sin sanción, aunque el COI amenaza con fuertes sanciones a los deportistas si utilizan el deporte para intentar hacer reivindicaciones políticas, especialmente después de diferentes casos en los que se han utilizado camisetas en los podios con mensajes referentes a conflictos, como el palestino o el kosovar.
Los gestos simbólicos y políticos en el deporte han pasado a perseguirse cada vez con más dureza, especialmente en el fútbol, considerado el deporte más popular y también un escenario donde se han visto históricamente reivindicaciones de todo tipo. Políticamente correctas algunas y otras, menos. Desde dar apoyo a trabajadores en huelga -como Robbie Fowler del Liverpool-, a la lucha contra la homofobia, como el inglés Graem Le Saux, quién recibía insultos homófobos a pesar de no ser homosexual. Desde pedir ayuda para los refugiados de guerra, a mensajes pacifistas, los estadios de fútbol han sido escenarios donde los futbolistas han ido más allá del deporte. Recibiendo en muchos casos sanciones. Ser valiente, en muchas ocasiones, ayuda a cambiar el mundo. Pero perjudica tu carrera, como le pasó a Tommie Smith en 1968, quién pasó de batir récords del mundo a trabajar sin contrato limpiando coches. El tiempo, sin embargo, le dio la razón.
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