Históricamente los estudios feministas han señalado el continuum entre todas las violencias: de una escala que va desde el ámbito personal hasta el internacional y desde el hogar hasta la calle.[1] Así, por ejemplo, los conflictos violentos se alimentan de la provisión de armas y del empobrecimiento social y, a su vez, provocan desplazamientos forzados de la población, destrucción de las infraestructuras y agotamiento de los recursos. No obstante, para gestionarlo se apuesta por el aumento del gasto armamentista y por políticas de restricción económica.[2] Al mismo tiempo, en contextos de conflicto armado aumenta la prevalencia de la violencia doméstica e interpersonal, y la violencia sexual se convierte en una estrategia de guerra.[3] En definitiva, las violencias están interconectadas y a menudo producen un efecto dominó.
Paralelamente, la globalización ha roto la dicotomía entre lo global y lo local,[4] y las experiencias cotidianas de inseguridad también son consecuencia de dinámicas macro. Es decir: lo que puede parecer «un conflicto propio de las ciudades» –como el sinhogarismo– guarda relación con los sistemas y las estructuras globales de poder que construyen una cotidianidad discriminatoria –como el capitalismo–.[5] Del mismo modo que la violencia sexual se entronca en las estructuras del patriarcado, entre otras. Entender todas estas correlaciones nos señala diferentes necesidades simultáneas a la hora de gestionar la conflictividad.
Por un lado, hay que insistir en la coherencia entre las políticas locales, regionales e internacionales. Con frecuencia las pulsiones se gestionan de forma inversa y paradójica: por ejemplo, mientras se refuerzan las fronteras estatales como política (anti)migratoria, aumenta la ciberdelincuencia y la delincuencia transnacional. Por este motivo es fundamental realizar análisis sistémicos que revelen las interconexiones entre los pueblos y entre los conflictos.
A la vez, hay que encontrar el equilibrio entre la responsabilidad individual y la colectiva. Es esencial entender el carácter estructural de las violencias para diseñar políticas justas y distributivas, pero esto no debe hacernos caer en la relativización y la desresponsabilización de los actos individuales, o en la sobrerresponsabilización de la comunidad o del Estado.
Las violencias están interconectadas y a menudo producen un efecto dominó. Es esencial entender su carácter estructural para diseñar políticas justas y distributivas
Por otro lado, hay que cuestionarse la interdependencia entre la paz, la seguridad y la justicia, en la que nos centraremos a continuación. Hay que tener presente que las tres dimensiones buscan entender cómo se estructura y manifiesta el poder en todas las escalas, y comparten a grandes rasgos el ánimo de gestionar las violencias. No obstante, a menudo se presentan compartimentadas y los espacios en los que se relacionan las tres cuestiones –en la teoría y en la práctica– son más bien anecdóticos. Abogar por esta interrelación no es una tarea fácil, especialmente si partimos de la base de que las nociones de paz, seguridad y justicia son tan amplias –y a veces acusadas de abstractas o ambiguas– que se adaptan totalmente a la intencionalidad del emisor. Aun así, con frecuencia los adjetivos nos ayudan a esclarecer voluntades y a ser más precisos: paz positiva, paz negativa, paz interior, paz social, seguridad ciudadana, seguridad humana, seguridad privada, seguridad personal, justicia retributiva, justicia restaurativa, justicia social, justicia global… Esta extensa semántica nos permite construir distintos posicionamientos sobre cuál debe ser la respuesta ante las violencias y, sobre todo, cuál o cuáles de ellas queremos defender. A pesar de ello, esta elasticidad conceptual también implica riesgos.
En primer lugar, nos encontramos con la cooptación y la tergiversación de los términos por parte de intereses ajenos al bienestar y las necesidades humanas. Así, por ejemplo, en nombre de la seguridad, se discriminan comunidades étnicas o religiosas con vigilancia masiva y se silencia la disidencia mediante la fuerza pública. En nombre de la justicia comunitaria se cometen linchamientos y en nombre de la justicia estatal se encarcela a personas sin recursos y no se investigan delitos cometidos por las elites. Al mismo tiempo, en nombre de la paz se cometen crímenes de guerra. Del mismo modo, son frecuentes los oxímoron como «paz militar» o «seguridad armada». En definitiva, en nombre de la paz, la seguridad y la justicia se vulneran derechos fundamentales, se cometen atrocidades y se dan respuestas contraproducentes porque no suponen ninguna solución a largo plazo a la violencia que se pretende abordar. Pero esta manipulación del sentido más humanista de los conceptos no tiene que alejarnos de su reivindicación, porque lo que no se nombra no existe. De hecho, si detectamos y denunciamos esta manipulación reaccionaria o totalitaria de las causas justas ya estaremos poniendo nuestro grano de arena a favor de su consecución.
En nombre de la paz, la seguridad y la justicia se vulneran derechos fundamentales, se cometen atrocidades y se dan respuestas contraproducentes a la violencia que se pretende abordar
En definitiva, «cómo» se nombra la paz, la seguridad y la justicia tiene un componente político e ideológico. Así, pues, hay que persistir en la defensa de los significantes que más se ajustan a la garantía de los derechos humanos y a las condiciones de vida dignas. Esta resignificación de los términos pasa por señalar cuáles son la seguridad y la justicia que funcionan y, por tanto, cuáles son las que queremos en nombre de la paz. Esto también implica hacer frente a los prejuicios asociados y a las construcciones estereotipadas que no ayudan a la reapropiación: ni la paz es de utópicos, ni la seguridad es cosa de los cuerpos policiales y militares, ni la justicia es tan solo de los jueces.
El segundo riesgo, relacionado con el anterior, es que la proliferación de nociones progresistas e integrales asociadas a la paz, la seguridad y la justicia implica una difuminación de sus límites y sus objetivos. Desde hace décadas que se genera un corpus teórico y práctico rico desde cada uno de los sectores y, si bien esto proporciona una gran oferta de orientaciones, al mismo tiempo también implica un solapamiento conceptual y una sobresaturación de propuestas y contrapropuestas para hacer frente a lo que no funciona. Las diversas fuerzas, si están mal encaminadas, pueden neutralizarse entre ellas.
En busca de un marco común
De entrada, debemos tener presente que el marco conceptual de las tres cuestiones es parcialmente compartido. Algunas de las palabras comunes son conflicto, derechos humanos, libertad o bienestar. Independientemente de la opción política o del modelo de gestión que se defienda, casi todo el mundo estará de acuerdo en que la justicia guarda relación con los derechos humanos y en que la seguridad tiene que ver con la libertad, y viceversa. Por tanto, aunque es indispensable el reconocimiento de las diferentes genealogías y las aportaciones y funciones diferenciales, también es imprescindible la suma de esfuerzos para apuntalar un mismo horizonte.
En la búsqueda y la materialización de este marco común, considero que es necesario identificar los múltiples elementos que configuran y condicionan la forma de entender y desplegar simultáneamente la paz, la seguridad y la justicia. Desde mi punto de vista, uno de estos elementos es el punitivismo, entendido como un sistema de creencias y prácticas cotidianas en que el castigo es el medio adecuado para la resolución de los conflictos. Es decir, puede ser defendido y sostenido por las instituciones, pero también por la ciudadanía. Considero importante, por tanto, nombrar y visibilizar el punitivismo, porque es el eje vertebrador del círculo de la violencia y el corpus justificativo que lo sostiene.
Ni la paz es de utópicos, ni la seguridad es cosa de los cuerpos policiales y militares, ni la justicia es tan solo de los jueces
En otras palabras: el paradigma principal de la cultura del castigo y la cultura de la guerra es el punitivismo, y el marco simbólico de referencia es la violencia. Bajo este paradigma, las violencias que acaparan más la atención son las directas, las más visibles, especialmente las físicas. Para afrontarlas, se generan lógicas de batalla, defensivas y ofensivas, de venganza más o menos directa. El último objetivo es garantizar el orden, la estabilidad, y preservar el statu quo. El conflicto se ve y se gestiona como un síntoma negativo y tóxico, y debe ser suprimido. Se problematizan la diferencia, las minorías, la disidencia o simples dinámicas de convivencia, y son susceptibles de ser gestionadas de forma reactiva por agentes e instrumentos punitivos y penales. En este marco, por consiguiente, la justicia es principalmente legal: se centra en presuntos agresores, el enemigo que combatir, y tiene por objetivo la disuasión.
Por el contrario, la cultura de paz se expresa en el antipunitivismo, donde el marco simbólico de referencia es el cuidado. Se abordan las violencias culturales y las estructurales, además de las directas. Bajo este paradigma, se confía en el poder social y el conflicto se entiende como un síntoma de vida. Es, por tanto, positivo y se considera un elemento motor del cambio social. Cuando estalla la violencia, la justicia social y las prácticas restaurativas son unas de las herramientas de análisis y de abordaje; partiendo de una fundamentación ética, la justicia social aboga por la equidad y el enfoque restaurativo por la reparación de los daños y la transformación de las violencias.
Es imprescindible ser conscientes de cuáles son los principios morales punitivistas o antipunitivistas que condicionan la cotidianeidad, ya que cada sociedad crea su cultura y, al mismo tiempo, la cultura interviene en la construcción de la sociedad. En este sentido, esta es una caracterización simplificada –o reduccionista– para concretar una base comprensible para la reflexión, así como para facilitar propuestas sobre cómo reorientar la paz, la seguridad y la justicia en sí mismas y, a su vez, sobre cómo construir una agenda política compartida.
El trinomio en la gestión pública
Todo modelo de seguridad y de justicia que encare los conflictos sin basarse en la construcción de paz está destinado al fracaso. No es extraño que las estrategias públicas tradicionales en nombre de la paz, la seguridad y la justicia surjan de una incomprensión profunda de los riesgos y los conflictos que los motivan y terminen formando parte del problema más que de la solución. A menudo se busca la obediencia a través del castigo sin querer ver que, paradójicamente, el mensaje que se traslada es el de la legitimación de la violencia y que quien tiene más poder tiene derecho a maltratar.
En las políticas punitivistas, las personas están al servicio del Estado y, por tanto, la producción de políticas públicas en nombre de la paz, la seguridad y la justicia es «de arriba hacia abajo». El marco subyacente es un individualismo o un comunismo doctrinal extremo. Es decir, son políticas que se centran en los efectos de las violencias desde una óptica conductual y no se tienen en cuenta las causas, ni el contexto, ni las circunstancias en las que se han producido. Las estrategias son, en esencia, reactivas, competitivas y autoritarias, de imposición de fuerza física o simbólica mediante la coerción, la represión y el control social. La pretendida seguridad es armada y estatal: la crea, la interpreta y la impone el Estado. Si bien esta seguridad también se entiende como derecho, se limita a ser la que gestiona la criminalidad y la que garantiza la integridad territorial y el orden público. A su vez, la justicia es principalmente retributiva, también llamada punitiva o castigadora; es decir, centra su despliegue en el agresor y en la violación de las leyes establecidas por el Estado. Los agentes de referencia son los militares, los policías y los jueces.
Todo modelo de seguridad y de justicia que encare los conflictos sin basarse en la construcción de paz está destinado al fracaso
La paz que se puede alcanzar bajo este marco político es negativa y mayoritariamente cortoplacista; es decir, se ejerce una violencia institucionalizada en aras de garantizar la ausencia de una violencia visible. Resulta ser una falsa tregua y, por tanto, esta «pacificación» consecuencia del punitivismo es una paradoja en sí misma.
Es importante tener presente que el punitivismo es, per se, un abuso. No debe confundirse con una «punición» o «punibilidad» ordinaria, entendidas éstas como las respuestas penales o coercitivas formales para combatir la violencia o la criminalidad. En este sentido, no toda defensa antipunitivista es contraria a la punibilidad. Con frecuencia las prácticas antipunitivistas –como los programas de justicia restaurativa– son un complemento a la vía penal. La cuestión es que el punitivismo perpetúa el poder sobre. Esta dinámica de poder puede ser destructiva y tiene múltiples asociaciones negativas, como la discriminación y la corrupción. En su nivel más básico, opera para otorgar privilegio a determinadas personas mientras margina a otras. En la política, quienes controlan los recursos y la toma de decisiones tienen poder sobre quienes no tienen este control y excluyen a otras personas del acceso a los recursos y la participación en la toma de decisiones públicas, lo que perpetúa la desigualdad y la injusticia. Es un modelo de acumulación tóxica: en ausencia de otros modelos relacionales, las personas repiten el patrón del poder sobre en sus interacciones personales y sociales.[6]
En las políticas antipunitivistas, el Estado está al servicio de las personas y se presta atención a las vulnerabilidades humanas y contextuales. El marco subyacente de las políticas es la cooperación, y la no violencia puede ser una orientación.[7] Se apuesta por estrategias de seguridad humana y de justicia restaurativa. Por un lado, se pone un énfasis especial en las causas y las raíces de las violencias por medio de una seguridad de derechos, que tiene por objetivo gestionar las necesidades humanas y planetarias y atender las dimensiones personales y comunitarias, así como las económicas, políticas y ambientales. Por otro lado, se invierte en justicia restaurativa porque se parte de la premisa de que los delitos causan daños en el bien común. El abordaje es integral y se acompaña a la víctima, a la comunidad y al propio infractor, y se prioriza la humanización y la resocialización.
La cultura de paz se expresa en el antipunitivismo, donde el marco simbólico de referencia es el cuidado. Se abordan las violencias culturales y las estructurales, además de las directas
El antipunitivismo político tiene, por lo tanto, una lógica principalmente colectivista, en la que los actores sociales y la ciudadanía tienen un papel muy relevante en la gestión de la conflictividad. Mientras que, como apuntaba, en el enfoque punitivista tradicional las fuerzas militares, policiales y judiciales son la primordial y pretendida garantía de paz, seguridad y justicia, en las políticas antipunitivistas la sociedad civil es un actor clave.
La paz que pueda alcanzarse bajo este marco es positiva y largoplacista; es decir, no apuesta solamente por la ausencia de violencia, sino también por la promoción de relaciones y estructuras que mejoren la calidad de vida de todas las personas.
Muchas de las reflexiones y los aprendizajes antipunitivistas provienen del pacifismo, los feminismos, la criminología crítica, los abolicionismos de la cárcel y de la pena de muerte, así como de los planteamientos de la justicia restaurativa. En cualquier caso, todos los posicionamientos antipunitivistas creen en el potencial del poder entre.Tanto las activistas como las académicas antipunitivistas han buscado formas más colaborativas para ejercer el poder y para crear relaciones y estructuras más equitativas, mediante la transformación del poder sobre. El poder entre es constructivo. Pone en valor la capacidad da las personas y las comunidades para actuar de forma creativa y colectiva en el mantenimiento de la paz, la seguridad y la justicia, y defiende la construcción de redes sociales e institucionales que aporten y refresquen conocimientos desde distintos lugares para una mejor comprensión de la naturaleza de los fenómenos. Desde este enfoque político, todo cambio radical pasa por la aceptación de la vulnerabilidad y la interdependencia humana y ecosistémica, así como por la generación de diálogos incómodos que rompan endogamias de pensamiento y acción.
Todo cambio radical pasa por la aceptación de la vulnerabilidad y la interdependencia humana y ecosistémica, y por la generación de diálogos incómodos que rompan endogamias de pensamiento y acción
Es importante mencionar que, con frecuencia, se romantiza la acción colectiva, pero, en ocasiones, esto también lleva a dinámicas segregacionistas y discriminatorias. Al mismo tiempo, en nombre de la colectividad, una «asociación» o una «familia» pueden tener una cultura relacional horizontal pero tóxica, o también pueden ser un espacio de reclusión donde se anula la autonomía y se aboga por el sacrificio en nombre del grupo. El poder entre no es autoritario y naturaliza la oposición. Así, para llegar a ser inclusivo y pacífico, tiene que basarse en el apoyo mutuo, la solidaridad, la colaboración y el reconocimiento y el respeto de las diferencias; solamente así ayudará a construir puentes entre las discrepancias, reconocer abiertamente los conflictos y buscar formas para transformarlos o reducirlos. Martin Luther King decía que «uno de los grandes problemas de la historia es que los conceptos de amor y poder los hemos visto generalmente como extremos opuestos, de forma que se identifica el amor con una renuncia al poder y el poder como una negación del amor». Lo que necesitamos es hacer política siendo conscientes de que «el poder sin amor es imprudente y abusivo y el amor sin poder es sentimental y anémico».[8] Este poder antipunitivista puede generar un impacto mayor porque consigue transformar las violencias y, al mismo tiempo, refuerza un sentido de comunidad que actúa como factor preventivo de otras violencias. No obstante, hay que prestar atención a su perversión o instrumentalización. No puede ser la puerta de entrada a la banalización de algunas violencias, a una desprotección o sobrerresponsabilización de las víctimas o a una negligencia institucional o personal del mal causado. No puede ser sinónimo de impunidad. El Estado debe garantizar la vida y la libertad, y esto exige acción y asunción de responsabilidades.
Apostar por rutas antipunitivistas puede hacer mucho más por eliminar las violencias que el punitivismo, pero el antipunitivismo –como paradigma crítico pero propositivo– no tiene la solución a todo. Como ideario, orienta a una necesaria forma de entender el conflicto y las relaciones. La materialización del antipunitivismo, no obstante, hace equilibrios entre la urgencia del momento y la profundidad y la complejidad de las violencias. Así, a pesar de que aquí se dicotomice el punitivismo y el antipunitivismo, en la práctica son paradigmas que conviven.
Algunas claves para la acción transformadora
En la era de la incertidumbre y de las crisis sistémicas, la atomización de las luchas –a nivel social– y de las competencias –a nivel institucional– es una tendencia peligrosa. A partir de la construcción de paz, la defensa de los derechos humanos, el activismo social y la acción comunitaria deben generarse espacios compartidos de poder entre –junto con proyectos políticos como el feminismo, el antirracismo y el ecologismo– y trabajar por un mínimo común que nos ayude a avanzar juntos en la consecución de un mundo más afable, con menos desigualdades y más calidad de vida. Debemos ser conscientes del valor añadido que se proporciona desde cada reivindicación y trabajar los privilegios subyacentes, pero nos hace falta una transversalización en la lucha que, lejos de diluir nuestros objetivos, nos ayude a reforzar discursos y a renovar fuerzas. Solamente así podremos hacer propuestas realistas que nos acerquen a las personas menos convencidas. Este fortalecimiento bebe de un necesario enfoque político «de abajo hacia arriba», que se centra en las capacidades de las personas y las comunidades para desarrollar todo su potencial, para tomar decisiones colectivas y encontrar maneras justas, inclusivas y equitativas de participar en unas estrategias de construcción de paz, seguridad y justicia sostenibles.
Es un reto desarrollar un enfoque holístico antipunitivista que se acerque a la paz positiva, y esto pasa por apostar por la institucionalización sostenible de la seguridad humana y la justicia restaurativa
Del mismo modo, a nivel institucional también es un reto desarrollar un enfoque holístico antipunitivista que se acerque a la paz positiva, y esto pasa por apostar por la institucionalización sustentable y compartida de la seguridad humana y la justicia restaurativa. Poner énfasis en las múltiples fuentes de conflicto e inseguridad a las que se enfrentan los individuos y los colectivos requiere de respuestas cooperativas y multisectoriales que aglutinen a diversos actores implicados en el despliegue de políticas. Este enfoque «de arriba hacia abajo» también tiene que erigirse cuando las personas se enfrentan a amenazas que están fuera de su control (por ejemplo, desastres naturales y crisis financieras) o cuando se enfrentan a graves violencias que sacuden su derecho a la integridad y a la vida. Desde esta óptica, también es importante abordar el grado diferencial que tienen las personas en el acceso a redes sociales y relacionales. Desde esta necesidad de protección, los Estados tienen la responsabilidad principal de implementar políticas de paz, seguridad y justicia de una forma comprometida e integral, y también preventiva. No obstante, las organizaciones internacionales y regionales, la sociedad civil y los actores no gubernamentales, así como el sector privado, también tienen un papel clave en la gestión de las múltiples fuentes de inseguridad a las que estamos expuestos.
Tenemos muchas ventanas de oportunidad para construir un marco antipunitivista centrado en el bienestar de las personas, que transforme y reduzca las violencias y que garantice una calidad de vida digna
Aunque las violencias estén interconectadas y compartan símiles entre localidades, países o regiones, su abordaje requiere de una mirada contextual y situada, y las políticas de construcción de paz, seguridad y justicia tienen que aproximar las respuestas a las necesidades y a las causas particulares. No se pueden replicar modelos de forma automática, porque hay tantas soluciones posibles como conflictos al alcance. Aun así, hay que reivindicar que, lejos de ser ideas idealistas o abstractas, existen otra paz, otra seguridad y otra justicia posibles que buscan satisfacer necesidades tangibles.
Tenemos muchas ventanas de oportunidad para construir un marco antipunitivista centrado en el bienestar de las personas entre sí y con el entorno, que finalmente transforme y reduzca las violencias y que garantice una calidad de vida digna: tan solo nos hace falta hacer caso a la evidencia científica, así como voluntad, esfuerzo y coraje político. Podemos empezar por creer en la construcción de espacios horizontales, que se puede concebir la vida sin venganzas, y que la empatía y la compasión son la apuesta social y política más creativa. No será fácil, pero sí mejor. Así, a la larga, avanzaremos hacia sociedades más pacíficas; es decir, más seguras y justas.
[1] Cockburn, C. “The continuum of violence”, a Linke, U., Smith, D.T. (Eds.), Cultures of Fear: A Critical Reader. Pluto Press, 2009.
[2] Stern, M. Feminist global political economy and feminist security studies? The politics of delineating subfields. Politics & Gender 13(4): 727-33, 2017.
[3] Parashar, S. “Generizar la guerra y sus cuerpos” a Por la Paz “Reorientando la seguridad desde el feminismo”, ICIP, número 39, enero 2021.
[4] Puig, S. “Apuntes para una agenda de paz” a Por la Paz “Violencias fuera de contextos bélicos”, ICIP, número 40, mayo 2022.
[5] Font, T. y Ortega, P. Violencia, seguridad y construcción de paz en las ciudades, Informe 28, Centre Delàs d’Estudis per la Pau, 2019.
[6] Haciendo que el cambio sea una realidad: el poder, Asociadas por lo Justo, 2008.
[7] Si bien la noviolencia es una estrategia históricamente más reconocida y ejercida como de resistencia civil, aquí se entiende también como una filosofía de vida general que se concreta en prácticas y que consiste en no ejercer medios violentos en la resolución de los conflictos. Esto implica el desistimiento de la fuerza bruta, las armas o cualquier otra herramienta que genere violencia y que pueda infringir daño físico al otro. La noviolencia no equivale a pasividad ante la violencia o ante acciones y comportamientos que se consideran injustos, sino que promueve luchar contra ello, pero mediante herramientas y mecanismos distintos (Sharp, 2018. Defensa civil noviolenta. Colección: Eines de pau, seguretat i justícia, 22. Barcelona: Instituto Catalán Internacional para la Paz).
[8] Luther King, M. El crit de la consciència. Barcelona: Instituto Catalán Internacional para la Paz, Angle, 2016. Colección: Clàssics de la pau i de la noviolència, 12.
Fotografía
Imagen abstracta de prisión. Autoría: Namning (Shutterstock).