El conflicto civil armado de 1936-1939, después del fracaso del golpe de estado del 18 de julio de 1936, se convirtió gradualmente en una guerra abierta en que se confrontaron dos ejércitos que se disputaban el control territorial del conjunto de la península. Al mismo tiempo, la división geográfica comportó, durante unos meses, la consolidación de dos retaguardias. En ambas zonas la violencia cometida sobre la población fue extrema. Fue de tal magnitud que algunos historiadores utilizan el juego de palabras de “guerra al civil” 1 cuando describen la intensidad criminal dirigida a los enemigos potenciales. En el campo rebelde, autoproclamado nacional, el asesinato adquirió un cariz sistémico, ya que se entendía como una de las vías para conseguir los objetivos políticos. En el campo republicano, legalmente constituido democráticamente, el hundimiento institucional a consecuencia de la situación de guerra, permitió que en algunas zonas, como fue el caso de Cataluña, tomara fuerza un movimiento revolucionario que, en el seno de algunas de sus tendencias políticas, entendió que la transformación social pasaba por la eliminación física de quienes eran considerados enemigos de clase. Esta polarización, encarnada en matanzas masivas y persecuciones de todo tipo, tuvo como resultado que durante el conflicto se produjeran considerables desplazamientos forzados de población. Al fin y al cabo, la gente huía para evitar la dureza de una represión implacable.
En Cataluña, se podría decir, desde la perspectiva que fija la atención en los movimientos de población, que hubo tres momentos significativos durante el periodo bélico. En primer lugar, en los meses revolucionarios del inicio de la guerra, al menos en torno a 50.000 personas 2 se desplazaron y huyeron a otros lugares. Mientras duró el conflicto, algunos se refugiaron en la Italia fascista 3, también en Francia o bien pasaron a la España de Burgos, con la finalidad de incorporarse a la lucha contra la República. El segundo momento se hace patente a partir de la primavera de 1937 cuando la guerra se empieza a decantar militarmente a favor de los golpistas rebeldes. La conquista de territorios y la represión subsiguiente convirtieron la retaguardia catalana en receptora de centenares de miles de refugiados de otras regiones del Estado español 4. El esfuerzo de las administraciones y de la población civil catalana fue gigantesco. En torno a 600.000 refugiados llegaron a una retaguardia agotada, sin suministros y sometida a crueles ataques aéreos. Por último, en febrero de 1939, se produjo en pocos días un desplazamiento de población colosal. Casi medio millón de personas, procedentes de diferentes puntos del Estado español y del mismo Principado, atravesaron la frontera franco-española y llegaron a una Francia que oficialmente estaba muy poco dispuesta a atender humanitariamente aquella multitud de gente necesitada. Como dejó escrito, con un tono irónico, el periodista y escritor Arthur Koestler (The scum of the earth, 1941), la primera cosa que habría hecho Francia en su oposición al fascismo fue seguir su ejemplo al crear recintos de exclusión en que las personas vivían en condiciones humillantes.
¿Por qué un acontecimiento histórico tan extraordinario ha sido obviado en la mayoría de las narrativas memoriales desde la transición a la democracia hasta hoy en día?
Con la derrota republicana se inició un éxodo de larga duración. Una diáspora dolorosa que para muchos será sin retorno. Verdaderamente, con sus casi cuatro décadas de duración, el exilio republicano se puede considerar un episodio paradigmático de la historia europea contemporánea. No obstante, aunque la historiografía 5 cada vez lo ha tenido más presente como tema de estudio, la pregunta a formular, que no es fácil de responder, es: ¿por qué un acontecimiento histórico tan extraordinario ha sido obviado en la mayoría de las narrativas memoriales desde la transición a la democracia hasta hoy en día?
Como respuestas, se podría apuntar que la larga duración de la dictadura franquista, junto con la eficacia de su retórica propagandística, habrían conseguido que el exilio perdiera presencia política y simbólica. Al mismo tiempo, la mayor parte de las casi 180.000 personas –de las cuales seguramente una cuarta parte procedía de Cataluña– que permanecieron en el exilio durante una dilatada temporada optó para iniciar nuevos caminos personales y profesionales. La consolidación y aceptación internacional del régimen franquista no invitaban al optimismo ni a la opción del retorno. Asimismo, la cuestión generacional también jugó un papel relevante. Los militantes antifranquistas del interior forjados en las luchas en las fábricas y las universidades, que progresivamente tendrán más protagonismo, se encontraban lejos de los líderes políticos que se habían exiliado. Ya no hablaban el mismo lenguaje político. Durante la etapa final de la dictadura y la transición, el exilio seguía siendo una referencia y un punto de apoyo logístico clave, pero las riendas del cambio político estuvieron en manos de los grandes movimientos opositores que surgieron al interior y, también, de los mismos reformadores del franquismo que acabaron confluyendo en el pacto. El exilio, asociado al recuerdo rupturista y traumático de la guerra, fue objeto de una vindicación débil y fugaz durante la derogación del franquismo. Después, vendrían los años voluntariamente amnésicos cuando había que acceder al Mercado Común (precedente de la Unión Europea) y a la OTAN. La década de los ochenta no fue una buena época para la reivindicación memorial de los valores que encarnaba el exilio.
La implementación de políticas públicas de memoria ha posibilitado la puesta en valor del exilio; se ha revitalizado la memoria de los protagonistas de sus descendientes
Actualmente, después de la oleada memorialista iniciada con el cambio de siglo, el recuerdo del exilio ha ganado peso en el discurso público de nuestro país. Las circunstancias y las conveniencias políticas coyunturales no podían borrar el hecho de que el exilio había permitido mantener la legitimidad democrática de las instituciones republicanas. En el caso catalán fue bien obvio a través de la restauración de la Generalitat que sobrevivió institucionalmente en el exilio. Asimismo, la implementación de políticas públicas de memoria ha posibilitado la puesta en valor del exilio. Se ha revitalizado la memoria de los protagonistas de aquel exilio y de sus descendientes. Sin embargo, el transcurso de los años está convirtiendo la “conexión viva” 6 de la memoria (la generación que lo ha vivido o que ha recibido la transmisión directamente) en historia o bien en mito. Lo peor que podría pasar es que esta reelaboración pública de la memoria se alimentara de un tono nostálgico, de tópicos y de idealizaciones sacralizadoras y acríticas, es decir que se convirtiera justamente en un mito. La memoria que persiste y que se ha construido de aquel gran éxodo tiene que ser considerada un objeto de estudio crítico de la historia y no una mistificación, ya que es justamente el mejor antídoto para fortalecer la memoria democrática.
El reencuentro con una memoria crítica de nuestro exilio nos debe ser útil para acercarnos con mayor empatía a los millones de refugiados y desplazados actuales
Hace falta, en consecuencia, que el conocimiento histórico riguroso sea transferido a la sociedad. Lejos de los mitos, una sociedad democrática madura tiene que saber, como se ha señalado al inicio de este escrito, que la violencia contra la población civil no fue obra exclusiva de los golpistas, aunque es imprescindible remarcar también las diferencias y las intencionalidades en los campos enfrentados. Asimismo, conocer a fondo que la sociedad catalana hizo un gran esfuerzo al acoger refugiados vascos, madrileños, andaluces… puede ser también un estímulo para unas sociedades del presente que, con muchos más recursos, son incapaces, con raras excepciones, de tener una actitud solidaria hacia la problemática humanitaria que hay hoy en las puertas de Europa. Y, finalmente, el hecho de que conciudadanos de dos o tres generaciones atrás hayan sufrido en su propia piel la desventura del exilio nos sitúa en una posición de igualdad con aquellos que la sufren hoy. Hay muchos retos pendientes en cuanto a la memoria –entre ellos la recuperación y dignificación de los cuerpos de los desaparecidos–, pero situados en el ámbito propiamente de los exilios, una de las cuestiones más relevantes es que el reencuentro con una memoria crítica de nuestro exilio nos sea útil para acercarnos con mayor empatía a los millones de refugiados y desplazados actuales que no disfrutan de una vida digna. A veces, cuándo se observa el tablero internacional actual parece que nos encontramos en la reedición del “Pacto de no Intervención” de las potencias europeas durante la Guerra Civil o reviviendo la Conferencia de Evian de 1938 7, en los que estos mismos Estados occidentales se mostraron insensibles para acoger a los refugiados judíos que escapaban de la Alemania nazi. Como señaló Walter Benjamin, muerto en el exilio a raíz precisamente de aquella indiferencia internacional delante del destino de los refugiados, la reactivación del pasado tiene que ser útil para transformar el presente.
1. Javier Rodrigo, “Guerra al civil. La España de 1936 y las guerras civiles europeas (1917-49)”, a Javier Rodrigo (ed.), Políticas de la violencia. Europa, siglo XX, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2014, pp. 145-190.
2. Jordi Rubió Coromina, L’èxode català de 1936 a través dels Pirineus, Barcelona: Editorial Gregal, 2015.
3. Rubèn Doll-Petit, Els catalans de Gènova. Història de l’èxode i l’adhesió d’una classe dirigent en temps de guerra, Barcelona: PAM, 2003.
4. Julio Clavijo Ledesma, La política sobre la població refugiada durant la Guerra Civil, 1936-1939, Tesi doctoral, Universitat de Girona, 2003.
5. Jordi Font Agulló & Jordi Gaitx Moltó, “L’exili de 1939. Un estat de la qüestió entre dues commemoracions (2009-2014) a Franquisme & Transició, núm. 2, 2014.
6. Marianne Hirsch, La generación de la posmemoria. Escritura y cultura visual después del Holocausto, Madrid: Editorial CarpeNoctem, 2015.
7. Enzo Traverso, “Las paradojas de la crisis europea” a Viento Sur, núm 145, abril 2016.
Photography : MUME / FONDO Raymond San Geroteo. Fragmento de la imagen del Portús, al lado de las línias fronterizas, tomada desde la parte catalana. Foto New York Times.
© Generalitat de Catalunya