El término «Comisión de la Verdad» suele referirse a un «comité de notables», oficial (estatal), creado para investigar períodos recientes de violencia política, o graves violaciones de los derechos humanos, e informar sobre ellos de manera pública. Su producto final posee un estatus indeterminado, pero potente, como aproximación a una historia oficial. El informe producido por una de estas comisiones no es una obra periodística más, ni un relato narrativo. No constituye una prueba jurídica, ni tampoco un veredicto legal, incluso cuando tiene una fuerte connotación moral. Más bien la fortaleza del informe de una Comisión de la Verdad reside en que constata que ciertos hechos específicos, terribles, espantosos, ocurrieron en un periodo concreto, en un lugar señalado, en un día determinado. Afirma que sucedieron y, a veces, además, explica cómo y por qué lo hicieron. Michael Ignatieff ha afirmado que esta manera de contar la verdad «estrecha los márgenes de las mentiras aceptables». Refutar la propaganda, prohibir la negación o la reescritura de la historia, y refutar las mentiras y el silencio de los perpetradores, de sus organizaciones y de sus regímenes son, indudablemente, objetivos nobles. Sin embargo, la idea misma de verdad, por no hablar de una verdad única sancionada por el Estado, puede ser problemática si realmente vivimos en una era de «posverdad».
La primera Comisión de la Verdad de los tiempos modernos fue creada en Argentina en 1985, tras el fin de la dictadura militar que asesinó e hizo desaparecer a más de 10.000 personas. En las tres décadas transcurridas desde entonces, decenas de comisiones más, celebradas en otras partes de América Latina y en todo el mundo, han escrito nuevos capítulos en el trágico compendio de las pérdidas humanas. Sus informes llenan cientos o miles de páginas: contundentes relatos de inhumanidad, resistencia y coraje. A menudo se elaboran mediante una mezcla de testimonios de primera mano y la paciente recolección de documentos, registros y relatos fragmentarios. En los últimos tiempos se han hecho esfuerzos dignos de elogio para tener en cuenta los daños menos visibles, las experiencias de sujetos colectivos —no solo individuales—, la violencia de género y toda la gama de daños pérfidos y despiadados que los seres humanos se infligen unos a otros.
Refutar la propaganda y las mentiras de los perpetradores y prohibir la negación de la historia son objetivos nobles. Sin embargo, la idea misma de verdad puede ser problemática
Tanto si trata de explicar, documentar, escribir la historia o simplemente describir, los pesados volúmenes de los informes de las comisiones aportan un aire de dignidad y seriedad a las garantías estatales de que todo será conocido, descubierto, tomado en serio y desnudado. Pero, ¿cómo nos ayuda? ¿Puede salvarnos? ¿A qué coste? En sentido estricto, ¿puede realmente llevarse a cabo? Muchos de los informes de comisiones de la verdad de América Latina comienzan con unas palabras procedentes del evangelio de San Juan: «La verdad os hará libres». Sin embargo, la experiencia y los resultados de estas comisiones sugieren que la verdad puede ser un desafío elusivo, interminable e incluso imposible.
¿Por qué es así? Por un lado, el acto mismo de mediar, sopesar, y probar la verdad de lo que se relata ante la comisión, esencial para dar solidez a sus conclusiones, puede socavar su capacidad de acogida y aceptación de las declaraciones de las víctimas y los supervivientes. Los testigos pueden estar equivocados, o pueden no recordar con exactitud. Pueden también, por impopular que sea decirlo, distorsionar, seleccionar o apropiarse de la verdad. Es más fácil, por supuesto, imaginar que los perpetradores son los que harán este tipo de cosas. Podríamos razonar que los que poseían las armas, daban las órdenes y cavaban las tumbas estarán interesados en autojustificarse, autoexculparse o directamente falsearlo todo. ¿Por qué iban a querer que la verdad salga a la luz y, mucho menos, participar en su narración? Pero si no están presentes, como sucede muchas veces, seguramente la historia será incompleta. Y si lo están, ¿qué nueva violencia pueden infringir a la memoria de sus víctimas, si quieren justificar o enaltecer lo que se hizo? ¿Y qué decir de aquellas comunidades o sociedades, como la de Irlanda del Norte y muchas otras, en las que la violencia fue un fenómeno absolutamente extendido y permeado en la sociedad, en vez de emanar solamente de un grupo, o desde el Estado hacia ‘abajo’? Donde se zanjaron viejas disputas bajo el pretexto del conflicto ideológico, donde el vecino luchó contra otro vecino, donde la víctima de ayer se convirtió en el perpetrador de mañana, y donde quien puso la bomba murió junto a sus objetivos. Estas son las verdades indomables que rodean los conflictos, y su revelación puede resultar tanto o más venenosa para la paz como lo puede ser el silencio. ¿Queremos la verdad a cualquier precio? ¿Toda la verdad? ¿Siempre?
¿Queremos la verdad a cualquier precio? ¿Toda la verdad? ¿Siempre?
De contestar afirmativamente, ¿sabemos con claridad en qué consiste la verdad que buscamos, y cómo obtenerla? En 1999, la Comisión de la Verdad oficial de Guatemala, patrocinada por la ONU, concluyó que la violencia “contrainsurgente” del ejército había cometido genocidio en contra de los pueblos indígenas mayas. En el mismo año, Rigoberta Menchú, líder indígena galardonada con el Premio Nobel de la Paz, cuya autobiografía se hizo famosa por haber dado a conocer la masacre al mundo, fue fuertemente cuestionada sobre la exactitud fáctica del relato de algunos episodios claves de su vida. Posteriormente, reconoció algunas discrepancias, afirmando, sin embargo, que la suya era otra manera de decir las verdades. Su «testimonio», dijo, no era y no pretendía ser facticidad forense occidental. Se pretendía una invocación poética de la solidaridad, una apelación a la concientización afectiva, más que el conocimiento cognitivo.
La Comisión de la Verdad sudafricana, por su parte, introdujo la noción de que había al menos cuatro modalidades coexistentes de verdad: factual o forense; narrativa-personal; social; y curativa o restaurativa. La tipología ha sido criticada, pero hay una pregunta subyacente más importante que es si podemos soportar la indeterminación de estas categorías estratificadas. Lo que se afirma, con qué estándares y garantías de exactitud, veracidad y completitud, es sencillamente demasiado diferente, entre una categoría y la otra. A menudo se dice que una de las grandes fortalezas del formato de las comisiones de la verdad es, justamente, el hecho de que ofrece a las víctimas una plataforma y una voz. Se asevera que, desprovistas de los procedimientos inquisitoriales o acusatorios de los tribunales, las comisiones de la verdad permiten a los supervivientes y familiares subir al escenario y ser escuchados, creídos y reconocidos ante la nación. Son frecuentes las teorías acerca del potencial catártico o terapéutico de estos encuentros, pero a menudo son expresadas por personas con pocos conocimientos de psicología individual o social en relación con la curación y el trauma. En la práctica, las opiniones de supervivientes y testigos difieren notablemente. A algunos, dar su testimonio les proporciona empoderamiento y dignidad. A otros, justamente lo contrario. En algunos casos quisieran que su verdad tuviera el tipo de consecuencias que solo un tribunal de justicia puede imponer. Y en ocasiones puede que se sientan engañados cuando a sus torturadores se les permite, como en Sudáfrica, recibir la absolución secular, en forma de amnistía, a cambio de recitar una letanía de confesiones a veces desapasionada o incluso triunfante.
Las sociedades que comienzan en el largo y duro camino de enfrentarse al pasado aprenderán que la Comisión de la Verdad puede no ser un punto de llegada sino la primera escaramuza de una nueva lucha de palabras y significados
¿Cuál es, después de todo, el propósito específicamente social de una comisión? ¿Es solo un espacio para el encuentro de víctimas, supervivientes y perpetradores o debería tratar de contar una historia más amplia de causas y consecuencias, colusión y maldad colectiva? Tal vez entre la amplia variedad de vehículos y plataformas de denuncia, demanda y contrademanda que existen, las comisiones pueden, de una manera singular, intentar ayudar a las sociedades a entender cómo pueden haber llegado hasta este punto y cómo podrían evitar acercarse a él en el futuro. Esta es la idea central del «nunca más», que aparece una y otra vez en los mandatos, propósitos y esperanzas colectivas que se plasman en las comisiones. Con este fin, suelen incluir recomendaciones extensas y loables en sus informes finales. La comisión salvadoreña de 1993 fue incluso dotada, en su mandato, de la capacidad de hacer recomendaciones supuestamente vinculantes, aunque en realidad muchas de ellas todavía no se han hecho cumplir, más de dos décadas después. La comisión peruana de 2003 incluyó una fuerte condena de los antiguos conflictos raciales, de clase y étnicos que dieron origen tanto a la violencia guerrillera de Sendero Luminoso como a las atroces respuestas del Estado a la misma. La misma comisión dio un trato inteligente, sensible y comprensivo a los daños relacionados con el género, incluida la violencia sexual, pero ello no significa que las cosas hayan cambiado para mejor. De hecho, con las comisiones de la verdad, al igual que ocurre con otras instituciones que buscan fortalecer o resguardar la gobernanza de los derechos humanos, a veces parece que cuanto más contundentes son y más amplio es su alcance, mayor es el riesgo que corren. Los mensajeros son atacados para desviar la atención del mensaje o incluso negarlo. En Perú, la comisión y sus miembros fueron vilipendiados, y su integridad y buena fe cuestionados, en una campaña orquestada por intereses aún poderosos a los que no les había gustado nada ser nombrados y expuestos. El hecho mismo de que una comisión no sea un tribunal de justicia se aprovecha, a menudo cínicamente, para desacreditarla o minimizar sus conclusiones.
Estos resultados socavan los argumentos más ambiciosos sobre el poder de las comisiones para sanar, cambiar y corregir el curso de las sociedades posautoritarias y posconflicto. Ello solo será viable en la medida en que las sociedades estén dispuestas a aceptar y a actuar sobre la parte del diagnóstico y la prescripción de la comisión que parezca verdadera, factible y aplicable. Esta lógica esencialmente circular nos lleva de nuevo a la pregunta inicial sobre cómo definimos y controlamos, colectiva e individualmente, los límites de lo que se considera la narración de la verdad. Las sociedades que comienzan en el largo y duro camino de enfrentarse al pasado aprenderán, al igual que las que ya emprendieron el viaje, que la Comisión de la Verdad puede no ser un punto de llegada sino una escala, la primera escaramuza de una nueva lucha, ojalá esta vez menos mortífera, en que las armas y el botín lo constituyen las ideas, las palabras, y sus significados.
*Este artículo fue escrito durante la estadía de la autora como Logan NonFiction Fellow en el Carey Institute for Global Good, Nueva York, EEUU, marzo y abril de 2017.
Fotografía : UN Photo/Mark Garten
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