La violencia vinculada al crimen organizado, y en particular al narcotráfico, no es nueva. Sin embargo, ha ido en aumento y se ha extendido y hecho más visible en América Latina, afectando a paraderos usuales de organizaciones del narcotráfico, como Colombia y México, pero también a países donde la presencia de grupos criminales es menos prevalente o más reciente, como Argentina o Ecuador. El interés por parte de autoridades y académicos en analizar esta violencia ha ido en aumento, sobre todo a partir de las crisis de seguridad pública, como la que se vive en México desde 2007. A pesar de que los conocimientos académicos en esta materia han progresado, definir de manera exacta lo que es la violencia de las drogas y saber capturar sus múltiples manifestaciones sigue siendo difícil.
Para entender la violencia de las drogas –definida aquí como violencia que surge en operaciones del mercado de las drogas– hace falta evaluar a los diferentes actores involucrados como perpetradores o víctimas, los múltiples métodos utilizados para cometerla, y la variación geográfica existente. Delimitar de manera precisa la violencia de las drogas es muy difícil. Utilizar definiciones reducidas que solo clasifican como violencia de las drogas a aquellas cometidas entre miembros de organizaciones del narcotráfico o por los mismos contra el estado puede minimizar las maneras en las que este fenómeno afecta a los ciudadanos, es moldeada por las acciones gubernamentales, y puede atenuar o exacerbar otras formas de violencia. Al mismo tiempo, utilizar definiciones amplias puede sobredimensionar el impacto causal del comercio de drogas.
Actores y métodos
Un reto clave en la investigación de la violencia de las drogas es la suposición de que la violencia es inherente al comercio de las drogas, y la atención abrumadora que se le da a situaciones extremas de violencia. Ciertos lugares y eventos tienden a atraer la mayor parte de la atención de los medios, académicos y del público. Un tiroteo en medio de una zona comercial o un cuerpo mutilado colgando de un puente con una nota tienen más probabilidades de provocar la indignación pública que el asesinato de traficantes callejeros en zonas urbanas marginalizadas. Muy a menudo, este prejuicio nos ha llevado a ignorar situaciones donde la operación del narcotráfico es relativamente sin violencia, o en las que los perpetradores mantienen oculta la violencia ejercida.
Existen diferencias enormes, tanto dentro de un mismo país como entre países diferentes, en cuanto a la frecuencia de la violencia –el número de víctimas que genera– pero también en términos de los métodos utilizados y de su visibilidad. Yo defino la visibilidad como una estrategia que depende de si los criminales exponen o reivindican sus ataques. Prestar atención a la visibilidad y a la frecuencia pone de manifiesto que los contextos en los que hay más víctimas de violencia no son necesariamente los que generan más preocupación.
Para entender la violencia de las drogas hace falta evaluar los diferentes actores, implicados ya sea como autores o como víctimas, los múltiples métodos utilizados para cometerla, y la variación geográfica existente
Un buen análisis de la violencia de las drogas también requiere tener en cuenta las percepciones de la opinión pública. Por ejemplo, Ciudad Juárez ha visto un claro aumento en el número de homicidios en el 2018, después de unos cinco años de desescalada tras el estallido de la crisis de seguridad pública en 2008. Sin embargo, algunos funcionarios parecen menos preocupados por este aumento que perciben como afectando sobre todo a grupos criminales, y por su parte los medios le han dado menos cobertura informativa también. Esto ejemplifica cómo la atención recibida por actos de violencia organizada se determina muy a menudo según la “inocencia” percibida de las víctimas, o a partir de aspectos como su situación económica y etnicidad. Como nuestra atención pública se suele dirigir hacia la violencia letal, también tendemos a hacer caso omiso a o a desestimar la violencia no-letal, que se suele producir en situaciones donde los grupos de traficantes operan sin matar de manera frecuente. Esta violencia incluye formas de opresión dirigida hacia el control social, como la regulación de conductas individuales, o la eliminación de gente percibida como “indeseable” por actores armados y comunidades (por ejemplo, consumidores de drogas, ladrones de bajo nivel o prostitutas).
Otra dimensión clave para entender la violencia de drogas es que, además de los criminales, están involucrados múltiples actores cuyas dinámicas de poder interno son importantes. Por ejemplo, los niveles de violencia pueden variar en función de la organización, centralización y competitividad de los grupos ilícitos involucrados en ella. Las dinámicas de violencia en Perú o Bolivia, donde los narcotraficantes tienen un perfil relativamente bajo y operan de manera mayoritariamente local y descentralizada, son más contenidas que en México o Colombia, donde las organizaciones de narcotráfico están más organizadas, son más poderosas, y tienen claras dimensiones transnacionales.
El estado y sus acciones también afectan a los niveles de violencia. La complicidad del estado con actores ilícitos puede, en ocasiones, reducir la violencia, como ocurre cuando existen redes de protección centralizadas que resultan efectivas para reducir los incentivos que tienen los criminales para exhibir su violencia. Las políticas estatales sobre crimen y drogas también son fundamentales. Como lo demuestran investigaciones recientes, ofensivas indiscriminadas contra el crimen o políticas de decapitación de liderazgo pueden llevar a un aumento de la violencia criminal, como ha ocurrido en México. En cambio, políticas más enfocadas en los aspectos más violentos del narcotráfico que a su vez abordan los factores socioeconómicos que llevan a gente con menos recursos a involucrarse en la cadena del narcotráfico, se han mostrado más efectivas para reducir la violencia.
Comprender la complejidad de los actores también requiere transcender la idea que la violencia de las drogas afecta mayoritariamente a criminales, y ocasionalmente a agentes de policía o funcionarios del estado
Aparte de estados y grupos criminales, otros actores como pandillas, milicias o insurgentes, también pueden entrar en la ecuación de la violencia. Muy a menudo, patrullas civiles de vigilancia creadas para enfrentarse a los narcotraficantes empeoran el panorama de la seguridad, provocando ciclos de venganza y atacando a gente inocente o marginalizada, como ha ocurrido en Michoacán, México. La producción y tráfico de drogas también puede complicar y prolongar la violencia cometida por actores políticos armados, como ha ocurrido con insurgentes y paramilitares en Colombia. A veces, grandes organizaciones criminales utilizan bandas para cometer actos de violencia, haciéndola más persistente, como ocurrió en Ciudad Juárez en 2008, cuando estalló un conflicto entre los grupos de traficantes de Sinaloa y Juárez. Estos grupos emplearon a pandillas callejeras y la violencia escaló hasta niveles sin precedentes. En otros casos, el vínculo entre pandillas y narcotráfico es menos fuerte. En América Central, muchos observadores suponen una conexión entre las pandillas (maras) y el narcotráfico. Sin embargo, la evidencia sugiere que la conexión no es la misma en todos los países. En El Salvador, las maras obtienen la mayor parte de sus beneficios a través de la extorsión, y aunque su participación en el narcotráfico parece haber aumentado, sigue siendo limitada. En cambio, las pandillas de Honduras parecen tener conexiones más claras con el narcotráfico, a pesar de estar dominadas por grupos de traficantes internacionales.
Entender la complejidad de los actores también requiere transcender la idea de que la violencia de las drogas afecta mayoritariamente a criminales, y ocasionalmente a agentes de policía o funcionarios del estado. La violencia generada por el narcotráfico también puede afectar a los ciudadanos directa e indirectamente. Para proteger su territorio, los criminales pueden atacar a ciudadanos que consideran sospechosos de pertenecer a bandas antagonistas o de ser informantes para el estado o para sus rivales. De la misma manera, las autoridades estatales pueden convertir en blancos a ciudadanos que consideran sospechosos de ser criminales o pueden victimizar a ciudadanos simplemente con el fin de presentar resultados tangibles. Algunos ciudadanos también pueden encontrarse atrapados en el fuego cruzado entre criminales y las fuerzas estatales cuando éstos utilizan la fuerza de manera más indiscriminada (por ejemplo, involucrándose en tiroteos en la calle). Más importante aún, los soldados o criminales de niveles inferiores que representan la mayor parte de víctimas y autores de violencia criminal, suelen ser jóvenes de comunidades marginalizadas. Sus muertes, aparentemente justificadas, pueden destruir el tejido social de sus barrios.
Si no evaluamos cómo el narcotráfico afecta a otros mercados ilegales y otras formas de violencia probablemente estamos perdiendo de vista una dinámica importante
Dimensiones geográficas
Ciertos lugares son más idóneos para la producción, tránsito y distribución de drogas, y por lo tanto, tienen más probabilidad de sufrir violencia. Sin embargo, precisamente porque los mercados y flujos de drogas no siempre son violentos, una lente geográfica analítica requiere centrarse no sólo en las condiciones físicas que pueden hacer ciertos lugares atractivos para el narcotráfico, sino también en las condiciones socioeconómicas y políticas. Estos factores determinan las variaciones dentro de un país y entre diferentes países, y pueden explicar por qué la violencia tiende a concentrarse en un puñado de lugares. Hasta 2017, por ejemplo, los cuatro países más violentos del mundo se situaron en América Latina y sufrieron de una clara presencia del narcotráfico: El Salvador con 60,1 homicidios por 100.000 habitantes; Jamaica (56); Venezuela (51), y Honduras (43). Sin embargo, algunos países con importantes flujos de drogas presentaron bajas tasas de homicidio, como ocurrió en Argentina (6,3) o Ecuador (5). Esta variación también se aprecia en el interior de los países. En Nicaragua, donde las tasas de homicidio son las más bajas del Triángulo Norte (6,8), la región autónoma sureña en la costa atlántica sufre una tasa de 33 homicidios.
¿Es solamente el narcotráfico?
Los grupos criminales se involucran en múltiples mercados ilícitos, lícitos y semiilícitos. Muchos destacados actores violentos no-estatales que se benefician del narcotráfico también están involucrados en el tráfico de personas, la extorsión, el secuestro, el robo de petróleo y la regulación de mercados agrícolas, entre muchas otras actividades. Los Zetas y la Familia Michoacana en México son famosos ejemplos de esta diversificación de mercado que hace borrosos los límites de la violencia de las drogas. Por ejemplo, ¿podemos clasificar como relacionado con la droga el asesinato de un individuo que se niega a pagar una cuota de protección a una banda que también opera como fuerza armada de una gran organización de traficantes? ¿O la matanza de 72 migrantes por los Zetas? La respuesta es negativa, pero si no evaluamos cómo el narcotráfico afecta a otros mercados ilegales y otras formas de violencia, probablemente estamos perdiendo de vista una dinámica importante.
Nuestro conocimiento de la violencia de las drogas ha crecido, pero aun es limitado. Los esfuerzos académicos y políticos para diseccionar este fenómeno tienen que ser conscientes de que la presencia simultánea del narcotráfico y la violencia no indican de manera inevitable que la violencia de las drogas sea la fuerza motriz de la inseguridad. La investigación académica también requiere prestar atención a instancias donde el narcotráfico no es violento. La etiqueta “relacionado con la droga” puede ser engañosa si uno simplemente piensa en violencia de las drogas como criminales matándose unos a otros. Pero hacer caso omiso a cómo la droga afecta a otros ámbitos de la seguridad pública también puede llevar a pasar por alto interconexiones clave entre diferentes tipos de violencia, grupos y mercados. El reto, en últimas, es combinar fuentes de información, métodos de investigación y puntos de análisis para ir más allá de las suposiciones y entender mejor la violencia criminal.
Fotografía : Militarización de Herrera / Andrés Gómez Tarazona
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