Europa ha militarizado las crisis. Cuanto más vulnerable se siente, más se aferra a las políticas simbólicas y al lenguaje belicista. Hemos visto soldados a pie de calle en las grandes ciudades francesas o belgas después de sufrir atentados para intentar imbuir una supuesta percepción de seguridad; o al presidente, Emmanuel Macron, declarando en marzo pasado «la guerra» sanitaria al coronavirus. La pandemia ha alimentado la excepcionalidad y los cantos de sirena que, en plena expansión de los contagios en Europa, alababan la capacidad coercitiva de unos Estados que lograron confinar temporalmente un mundo asustado.
Las respuestas gubernamentales al coronavirus se han traducido, en muchos casos, en concentraciones de poder y tentaciones autoritarias emergidas con los estados de alarma, intentos de control de la opinión pública, militarizaciones injustificadas y violencia policial. La retórica populista identificó el virus con una amenaza externa, un mal «importado», que conllevó la estigmatización de algunas comunidades y el cierre de fronteras. En Hungría se impuso, por unos meses, el gobierno por decreto. El ejecutivo búlgaro aprovechó la pandemia para imponer restricciones abusivas sobre la población de etnia gitana, perimetrando barrios donde no había pruebas de positivos en Covid-19. En Rumania se cerraron medios de comunicación. Se ha perseguido a periodistas y se ha limitado el acceso a ruedas de prensa y a la información oficial. El Instituto de la Prensa Internacional denunció «un número alarmante de gobiernos europeos, especialmente en el centro y el este de Europa, que han utilizado la crisis sanitaria en curso como pretexto para restringir el libre flujo de información y reducir el número de medios independientes». En Grecia las fuerzas de seguridad utilizaron la violencia contra solicitantes de asilo, activistas de derechos humanos y periodistas. Más de medio año después, la excepcionalidad continúa. Ante una segunda oleada de contagios masivos, la lógica del confinamiento, el toque de queda, las restricciones sociales y unas prórrogas extensivas a los estados de alarma chocan, cada vez más, con movimientos de protesta y descontento en las calles de algunas ciudades europeas. La falta de un horizonte claro y el peso de la distancia física debilitan una salud mental obligada a seguir intentando cumplir con la lógica productiva. La emergencia sanitaria ha servido de coartada para un momento tecnocrático que hay que deshacer.
Europa ha construido un falso relato de seguridad. Se ha servido de miedos, reales o percibidos, para imponer agendas políticas y estigmatizar alteridades
La securitización de Europa está hecha de vulneraciones de derechos y de inhibiciones de responsabilidades. Solo hay que ser conscientes de la humillación, el hacinamiento, la insalubridad y la desesperanza en la que malviven los miles de refugiados atrapados en los campos de Grecia. Son el retrato perfecto de la política migratoria de una Unión Europea (UE) que hace tiempo que abdicó de su compromiso con la legislación internacional y con los derechos de las personas. Una UE que ha hecho de estas condiciones de vida inhumanas y peligrosas el reclamo perfecto para su política disuasoria.
Europa ha construido un falso relato de seguridad. Se ha servido de miedos –reales o percibidos– para imponer agendas políticas y estigmatizar alteridades. Un concepto de seguridad edificado sobre un blindaje de fronteras que atenta contra los derechos y la vida de quienes intentan llegar a territorio de la UE.
El gasto en seguridad tecnológica en las fronteras de Europa es de unos 15.000 millones de euros anuales y, según algunas previsiones, en 2022 podría ser de hasta 29.000 millones de euros al año. Son cálculos del sociólogo Jean Ziegler, miembro del comité asesor del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y autor del libro Lesbos, la honte de l’Europe (Lesbos, la vergüenza de Europa). Las empresas privadas se han convertido en las grandes proveedoras de servicios fronterizos en una Unión Europea bunquerizada. Los Estados han decidido ceder su responsabilidad de proteger –la venden a precio de mercado– y la seguridad genera un negocio lucrativo. Grandes empresas transnacionales exportan servicios militares en terrenos que, hasta hace poco, eran exclusivos e inherentes a los Estados. En esta Europa tan preocupada por la soberanía, el negocio de la privatización de la seguridad comienza a encontrar rendijas.
Los Estados han decidido ceder su responsabilidad de proteger y la seguridad genera un negocio lucrativo
Hay seguridades que se construyen contra las personas y poderes de estado que actúan, en nombre de la seguridad, contra los individuos que los cuestionan. Es una securitización represora, que cierra personas en campos que son auténticas cárceles a cielo abierto; centros para solicitantes de asilo, de internamiento o de detención administrativa; asentamientos improvisados; centros de identificación; acampadas temporales ante las muchas vallas que se han levantado en las fronteras; guetos, junglas o hotspots (según la terminología que se imponga en cada momento) que se han ido extendiendo por la geografía comunitaria. Sin derechos fundamentales ni libertad. Limbos legales y tiempos truncados donde construir una vida. Unas realidades donde las mujeres y los niños son los eslabones más vulnerables.
Los gobiernos europeos necesitan reconocer los vínculos que hay entre estas estructuras de violencia y las que perviven en las sociedades patriarcales en forma de precariedad, violencia, inseguridad económica, invisibilidad o explotación.
Erosión democrática
La regresión de derechos en las fronteras de la Unión Europea no es ajena a la involución democrática que hay en marcha. Lo saben las mujeres de negro polacas que, desde hace más de tres años, protestan contra el recorte de derechos sexuales y reproductivos que sistemáticamente aplica el gobierno del PIS (Prawo i Sprawiedliwość, Ley y Justicia), o los movimientos de protesta en Italia contra la extrema derecha. El género se ha convertido en terreno de confrontación ideológica en la Unión Europea. La reclusión por la pandemia ha multiplicado las agresiones intrafamiliares y la violencia de género, que algunas fuerzas políticas niegan. Solo en marzo pasado, el número de llamadas telefónicas a la línea de atención a víctimas de la violencia doméstica de la ONG polaca Centro por los Derechos de las Mujeres creció un 50%. Pero aún hay administraciones que optan por la invisibilización y espacios públicos y políticos masculinizados que sostienen discriminaciones estructurales. «Democracias mutiladas», como las llama Daniel Innerarity, regidas por la lógica de la soberanía y no por razones de interdependencia humana como núcleo central de la agenda política.
La contestación contra los derechos de las mujeres se ha convertido en un nuevo argumento transversal entre buena parte de la extrema derecha europea
La contestación contra los derechos de las mujeres –y la polarización que cuestiona valores y conceptos compartidos– se ha convertido en un nuevo argumento transversal entre buena parte de la extrema derecha europea. Es una erosión a cámara lenta. Un cambio gradual. Una serie de renuncias que van entrando, poco a poco, en las agendas políticas. Mientras las mujeres se multiplican como fuerza de movilización, la derecha populista ha convertido el feminismo, como concepto, en una de las obsesiones de su contrarrevolución conservadora. También a nivel legislativo hay un freno que retrata esta involución. El Consejo de ministros de la UE tiene parada, desde hace años, la aprobación de una nueva directiva para la no discriminación por razones de género, religión, discapacidad, edad u orientación sexual, que extienda la igualdad en ámbitos como la protección social, el acceso a la vivienda, la educación o la asistencia sanitaria. Los gobiernos también bloquean otra directiva –aprobada ya en el Parlamento Europeo– para el establecimiento de cuotas que garanticen una mayor presencia de las mujeres en los consejos de administración, con Alemania actuando de oposición principal porque lo considera una injerencia en su ámbito competencial.
Muchas democracias mueren por «erosión», como explican Steven Levitsky y Daniel Ziblat, autores de How democracies die (Cómo mueren las democracias). Mueren por las renuncias de gobiernos y partidos políticos ante los retrocesos de derechos y las vulneraciones en la separación de poderes; en las alianzas de fuerzas moderadas con partidos xenófobos populistas, como ha ocurrido en Finlandia o Austria; en la polarización de los debates y la radicalización de agendas políticas para ganar votos a la extrema derecha; por la eliminación o cooptación sistemática de los árbitros que deben garantizar un juego limpio, político e institucional. La idea de seguridad en Europa se ha pervertido al igual que se está pervirtiendo la idea de Europa y el concepto de solidaridad que se consideraba un valor fundamental de la Unión.
Mientras los Estados se aferran a viejos conceptos de soberanía y frontera, este mundo hiperconectado ha permitido construir una cierta transversalidad en la revuelta
Las desigualdades erosionan las democracias y nuestra percepción de seguridad. Un analista de la América liberal-conservadora como Arthur Brooks, director del American Enterprise Institute, denunciaba hace tiempo en Barcelona el «déficit de dignidad» con que se ha tratado a millones de personas que se han sentido desprotegidas por la hiperglobalización. Explicaba como en los Estados Unidos de Donald Trump «la parte superior y la inferior de la sociedad norteamericana están hoy totalmente separadas, desarrollando hábitos culturales, alimentarios y de vida completamente diferentes». Sociedades desiguales en espacios en transformación; y las ciudades son hoy los centros donde confluyen estas redefiniciones. Como explican Eva Garcia Chueca y Raquel Roknik en el monográfico sobre municipalismo internacional y derecho a la ciudad publicado por el CIDOB, la globalización se expresa con fuerza en las ciudades: la deslocalización de la industria productiva, la transnacionalización de la economía financiera y las dinámicas de movilidad y tránsito de migrantes, son el corazón de algunas de las vulnerabilidades e inseguridades que hoy afectan a unas ciudades que, convertidas en fenómenos urbanos globales, también deben luchar contra la degradación medioambiental, el crecimiento descontrolado o la precarización del acceso a la vivienda.
«La seguridad humana no depende de la cantidad o el tamaño de nuestras armas –decía John Paul Lederach, cuando inauguró la Universidad de la Paz de Sant Cugat del Vallès en 2018–, sino de la calidad de nuestras relaciones, la creatividad de nuestra imaginación y el coraje para actuar desde nuestras convicciones». La seguridad se define también, y sobre todo, desde el cuidado y la protección. Más allá del poder marcial hay un poder relacional que se despliega en todas partes, que está cambiando modelos de liderazgo y abriendo nuevos espacios de influencia.
En tiempos de Covid, la idea de seguridad se ha traducido, más que nunca, en la idea de cuidado y la necesidad de servicios públicos y protección social
El poder de un actor global debe medirse también por su capacidad de promover ideas propias. De salir de dicotomías. Hay que superar las visiones hegemónicas del concepto de seguridad. Mientras los Estados se aferran a viejos conceptos de soberanía, frontera y espacios de influencia, este mundo hiperconectado también ha permitido construir una cierta transversalidad en la revuelta; en la conciencia de una necesidad de cambio. La impugnación de los abusos de poder continúa viva de manera global. Cada protesta, diversa pero con puntos de conexión evidentes, desde la viralización de los himnos de denuncia (El violador eres tú) a las revueltas contra la corrupción –de Bulgaria al Líbano–, son una fractura de las barreras del miedo. Hay una superación lenta de los marcos tradicionales. De ahí las reacciones involucionistas.
Vivimos un cierto desacoplamiento entre la estructura institucional del mundo y la estructura política. Por la irrupción del populismo o porque las instituciones han quedado superadas no solo por el cuestionamiento del multilateralismo, que va ganando adeptos, sino también por las nuevas realidades geopolíticas y la revolución tecnológica, que ha transformado y ha reconfigurado los equilibrios de poder tradicionales. Según Nikolas Gvosdev, experto estadounidense en seguridad e investigador del Carnegie Center, la pandemia nos ha colocado en un momento clave en las relaciones internacionales en el que confluyen la ética y la estrategia. Y ambas serán indispensables para redefinir el mundo postcoronavirus y la idea de seguridad que, en tiempos de Covid, se ha traducido, más que nunca, en la idea de cuidado y la necesidad de servicios públicos y protección social.
SOBRE LA AUTORA
Carme Colomina Saló es periodista e investigadora principal especializada en Unión Europea, desinformación y política global del CIDOB (Barcelona Centre for International Affairs). También es profesora asociada del Colegio de Europa en Brujas (Bélgica) y miembro de la junta de gobierno del ICIP. Como periodista ha cubierto cumbres internacionales y conflictos políticos en una veintena de países. Ha trabajado en el diario ARA, donde escribe semanalmente, y en Cataluña Radio.
Esta es una versión traducida del artículo publicado originalmente en catalán..
Fotografía Women’s March on Washington, de Ted Eytan.