Mi nombre es hebreo, mi apellido polaco, mi familia emigró a Argentina desde Ucrania y vivo en los Estados Unidos. Hablo castellano con acento italiano, e inglés con acento ruso. No como tacos ni bailo salsa, ni tengo la tez mestiza pero me identifico como latino o mejor dicho latinoamericano. La multiplicidad de elementos que me definen me dan una identidad única que hace de cada parte un elemento esencial de quien soy.
Seguramente se preguntarán qué tiene que ver todo esto con los derechos humanos, con la justicia transicional o con la memoria. Pues mucho. La memoria, lo que se recuerda, cómo se recuerda, por qué se recuerda, impacta en el resto de las herramientas de la justicia transicional y define no solo a la justicia transicional en su conjunto sino también el tipo de sociedad que somos y que queremos ser, es decir, nuestra identidad como sociedad. Tres décadas de justicia transicional nos dan una perspectiva integral de lo conseguido y de los desafíos pendientes. Sabemos que la justicia transicional no es ni puede ser sinónimo de justicia blanda ni excusa para que un manto de olvido sea el sustituto a la memoria individual y colectiva.
Los cuatro tradicionales componentes de la justicia transicional, verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición, constituyen áreas de acción interrelacionadas que pueden y deben reforzarse mutuamente. La experiencia que hemos adquirido demuestra que las iniciativas aisladas y fragmentarias de enjuiciamiento no acallan la demanda de mayores formas de justicia.
¿Dónde se inserta la memoria en este abanico? Hasta hoy, las iniciativas de memoria no son consideradas como uno de los cuatro pilares de la justicia transicional. Las iniciativas de memoria, con frecuencia, son entendidas como elementos ajenos al proceso político, al estar relegadas a la esfera cultural “suave” —como objetos de arte para ser alojadas en un museo o un simple monumento—, al ámbito privado como duelo personal, o como simple actividad histórica, casi arqueológica. Como resultado, las iniciativas de memoria rara vez se integran a estrategias más amplias de construcción de la democracia y se diluyen o invisibilizan en los procesos de justicia transicional. Mientras que las medidas de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición son objeto de intensos debates políticos y están sujetas al escrutinio público, no sucede lo mismo en materia de memoria. Aun así, millones de personas visitan memoriales, participan en actividades de memoria, leen documentos, libros, testimonios o miran programas documentales de televisión.
La memoria de las víctimas y los abusos del pasado, como concepto y como dinámica, y como mi propia identidad, tiene múltiples componentes. Incluye elementos sociales, políticos, antropológicos, filosóficos, culturales, psicológicos, urbanísticos y arqueológicos, entre otros. La memoria se expresa a través de una enorme cantidad de medios distintos como los sitios, los monumentos, las marcas urbanas, los testimonios, los actos, los textos, los medios audiovisuales. Las violaciones que se recuerdan no son algo que les sucedió sólo a las víctimas sobrevivientes, a los familiares o incluso a los antepasados sino que de la misma manera pueden manifestarse en el presente u ocurrir en el futuro. La memoria de la forma en que los derechos humanos fueron violados en el pasado permite identificar problemas actuales como pueden ser el maltrato policial, el hacinamiento carcelario, la marginalización, la exclusión, la discriminación o el ejercicio abusivo del poder. Así concebidas, las iniciativas de memoria son parte integral de cualquier estrategia para promover y garantizar los derechos humanos y profundizar la democracia.
La responsabilidad estatal en asegurar el deber de justicia, verdad, reparación y no repetición coloca al Estado en un rol central y fundamental en la justicia transicional
Así las iniciativas de memoria persiguen diversos objetivos: son espacios públicos para la reflexión privada y colectiva; invitan, pasiva o activamente, a todos y todas, incluidas aquellas personas que ni siquiera saben sobre los hechos que se recuerdan (como las generaciones actuales que nacieron posteriormente a las violaciones) o incluso que pueden disentir con los mensajes transmitidos, a reflexionar sobre los mismos. Nos exigen no solo recordar a las víctimas, sino pensar de manera crítica acerca de nuestra historia y en cuáles fueron las fuerzas que desencadenaron la guerra, el racismo y apartheid, la guerra civil, la dictadura o la opresión política. Una política de memoria debe impulsar el debate sobre los procesos ideológicos, políticos, económicos y sociales que preanunciaron la violencia estatal y que posibilitaron, facilitaron, sustentaron y/o se beneficiaron del terrorismo de Estado y/o la violación masiva y sistemática de los derechos humanos.
Las medidas de justicia transicional, incluida la memoria, aunque no pueden por sí solas establecer ni sostener la democracia, refuerzan los procesos de consolidación democrática en cuanto reconocen a las personas, en particular a las víctimas, como titulares de derechos que fueron violados y que pueden ser reivindicados ante el Estado. Como ha dicho el Relator de Naciones Unidas sobre Verdad, Justicia, Reparación y Garantías de no repetición: “no es suficiente reconocer el sufrimiento y la fortaleza de las víctimas. Estos son rasgos que pueden compartir con las víctimas de los desastres naturales”. Lo que se requiere es recordar y actuar en función del sujeto como titular de derechos.
La responsabilidad estatal en asegurar el deber de justicia, verdad, reparación y no repetición coloca al Estado en un rol central y fundamental en la justicia transicional. Pero en memoria, a diferencia de las otras áreas, el Estado no tiene el control sobre el proceso. Múltiples actividades de memoria son promovidas por familiares o iniciativas privadas. Una política estatal de memoria debe revalorizar y alentar esta diversidad de propuestas en cuanto a sectores y generaciones, tipo de expresiones así como en cuanto a su contenido. Además, el Estado debe lograr una eficaz interrelación entre las distintas iniciativas de justicia transicional y los procesos de memoria.
Las determinaciones judiciales, como los procesos de verdad sobre los hechos constitutivos de graves violaciones a los derechos humanos, cumplen un rol fundamental en la preservación y construcción de la memoria. En primer lugar son relatos oficiales estatales sobre las violaciones cometidas en el pasado. También pasan a ser en sí mismas un componente de la memoria. Para las generaciones futuras (y también las presentes) la actitud del Poder Judicial investigando o no, del Poder Legislativo aprobando o derogando leyes de amnistía, del Poder Ejecutivo facilitando o bloqueando investigaciones judiciales o procesos de verdad, serán parte de la memoria sobre cómo se desarrolló la justicia transicional. Las sentencias judiciales e informes de Comisiones de la Verdad limitan criterios revisionistas o minimalistas de las violaciones cometidas. Cuando iniciativas supuestamente de memoria histórica buscan relativizar o negar las violaciones cometidas, un proceso judicial serio, imparcial, que concluya con una sentencia condenatoria o un informe de una Comisión de la Verdad socialmente aceptada y respetada, cuestionan, en sí mismos, la legitimidad de las posiciones relativistas o negacionistas. Ello no significa que no pueda haber voces disidentes, contradictorias o divergentes que expliquen o describan los hechos violentos de diferentes maneras. Esto es absolutamente necesario y bienvenido en una sociedad democrática. Pero entre la explicación y negación de los hechos hay un abismo.
El desafío de una política de memoria no es construir memoriales ni instalar estatuas adormecidas, sino crear sociedades más justas, igualitarias y democráticas
Volviendo sobre la memoria ciertos estándares respecto al rol del Estado para desarrollar actividades de memoria están comenzando a reconocerse. Una norma emergente del derecho internacional insta a tomar como una obligación el recuerdo y compromiso respecto de las atrocidades pasadas. Ciertos estándares de Naciones Unidas insisten en el deber de recordar, educar sobre el pasado, y rechazar las negaciones de las atrocidades. También resaltan el rol que cumplen los archivos en la búsqueda de verdad y justicia, a la vez que son centrales en la recuperación y construcción de la memoria. Por ello, el Estado tiene el deber de protegerlos, sistematizarlos y facilitar su acceso público, siendo impermisible que se mantengan en secreto.
Una política estatal de memoria requiere también revisar la manera como se enseña historia tanto en las escuelas como en los cursos de historia militar y policial. La educación, sea dirigida a los y las estudiantes como a las fuerzas de seguridad, debe claramente transmitir la idea que las graves violaciones a los derechos humanos ocurrieron y no fueron un simple exceso, sino una política planificada y ejecutada por el Estado en flagrante violación de principios elementales de humanidad, de normas legales, de principios éticos y morales y de concepciones democráticas.
Una última idea. Las iniciativas de memoria se han focalizado frecuentemente en las vidas de hombres y en experiencias masculinas. A pesar de eso de manera creciente se da visibilidad a las víctimas mujeres. También se ha comenzado a reconocer las múltiples historias de mujeres como activistas muchas veces al frente de la resistencia. Pero todavía falta un largo camino por recorrer para que las políticas de memoria tengan una clara perspectiva de género.
La memoria no debe sólo recordar y tratar de evitar las formas más graves de violaciones a los derechos humanos, sino que deben ser un rechazo a las nuevas formas de ejercicio abusivo del poder y deben permitir visibilizar otras violaciones generalmente silenciadas – como el acceso a la educación, a la salud, al trabajo, a la igualdad. La memoria, no ya de las violaciones, sino de los proyectos de cambio que tuvieron como respuestas estas masivas violaciones, nos invita a vincular esos hechos del pasado con los problemas actuales de nuestras sociedades. Porque, en definitiva, el desafío de una política de memoria no es construir memoriales ni instalar estatuas adormecidas, sino crear sociedades más justas, igualitarias y democráticas.
Fotografía : Axel Rouvin / CC BY / Desaturada.
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