Eulalio Garza escarba con las manos. La tierra húmeda se le mete entre las uñas. Escarba, escarba, escarba. Un trozo de tela asoma. El hombre de 60 años tira de la tela y sale un bulto. Lo deshace poco a poco, aparece una sandalia negra, una camisa tipo polo color rojo con rayas azules y blancas, un camisa vaquera tono claro quemada de un costado y una blusa colorada con cordones blancos.
Eulalio -sentando al borde del hoyo de un metro de profundidad- revisa el calzado. La tierra adherida al plástico se lo impide.
-¿Qué dice?- le pregunta a Graciela Pérez al momento que le da la sandalia.
Ella, protegida con guantes médicos, la limpia y responde: -Titanio. ¿Le resulta familiar?
-No, nomás pa’ contactar así…ya ve que de repente…- dice sin aparente sentido el hombre.
-¿Qué fue?- cuestiona Vicente Hernández a través de un walkie-talkie.
-Pura ropa- contesta la mujer.
Eulalio no se pone de pie, sigue revisando la ropa, busca alguna seña o la etiqueta o una mancha, observa el fondo del foso. Eulalio busca una pista para encontrar a su hijo o a la hija de Graciela o al hijo de Carmen o al esposo de Antonia o al primogénito de Daniela o alguna de las seis mil personas desaparecidas en Tamaulipas.
Tamaulipas es un estado de México, con forma de elefante, pegado al Golfo de México y a los Estados Unidos de América; un elefante de 80.249 km2 de superficie, 420 kilómetros de litoral con el Golfo de México, cinco aeropuertos internacionales y 17 cruces fronterizos. Aquí, hace aproximadamente 490 años, se fundó la segunda provincia de la Nueva España.
Aquí mismo, hace nueve décadas, nació Juan N. Guerra, quien comandó un grupo de contrabandistas que vendieron whisky a los estadounidenses, entre ellos a Al Capone. En el segundo lustro de los años setenta, el grupo se convirtió en una organización criminal traficante de droga con reglas claras: sólo los familiares podían ser jefes, debían llevar una vida discreta, evitar la violencia pública y mantener con dinero la protección de las autoridades nacionales, estatales y municipales. La sociedad los quería o los temía. A partir de los ochenta, el capo sucesor Juan García Ábrego encumbró a la agrupación, solo por debajo del Cártel de Guadalajara. Para equipararlos en formas, Juan García bautizó al grupo Cártel del Golfo. Tras su captura, un ex mecánico tomó las riendas del grupo y, para equipararlos en el fondo, el líder heredero Osiel Cárdenas entregó regalos de navidad a niños pobres. El grupo extendió su control hasta Nuevo León, incluida su capital Monterrey. La sociedad los quería, respetaba y temía. Ser integrante del cártel representaba un estatus social.
En 2003 comenzó la violencia. Ese año los cárteles del Golfo y Sinaloa empezaron una batalla de muerte y terror en Nuevo Laredo. Los grupos pelearon por el control de la ciudad con la aduana más productiva del comercio exterior en Latinoamérica. Allí se presentaron Los Zetas, el brazo armado del Cártel del Golfo. El comando era integrado por militares desertores que fueron entrenados en tácticas de guerrillas por estadounidenses e israelitas. La batalla se prolongó durante más de treinta meses. Los Zetas quemaron casas y comercios, masacraron a sus presuntos rivales, descuartizaron personas, sometieron a la población con terror, principalmente mediante la desaparición de personas. En 2006, Felipe Calderón Hinojosa, al tomar posesión como presidente de México, declaró la guerra al narcotráfico. La violencia y el terror se acrecentaron progresivamente hasta 2010. El Cártel del Golfo y Los Zetas hicieron lo que sabían hacer: la guerra.
En 2003 comenzó la violencia en el estado mexicano de Tamaulipas. Los cárteles del Golfo y Sinaloa empezaron una batalla de muerte y terror
La guerra se inició aquí, donde escarba Eulalio Garza, en la región Ribereña, a menos de un kilómetro del muro fronterizo que separa México y Estados Unidos. Durante décadas, sobre su superficie semiárida, los tejanos se divirtieron en los ranchos cinegéticos, el ganado produjo dividendos al igual que la agricultura y Petróleos Mexicanos (Pemex) extrajo hidrocarburos. Otra actividad distintiva de la zona era y es el tráfico de droga y de personas.
En Ribereña la paz es solo un recuerdo, un anhelo. El 22 de febrero de 2010 Los Zetas se enfrentaron al Cartel del Golfo. Decenas de hombres comenzaron a guerrear. Cuando intervinieron las Fuerzas Armadas, los delincuentes ya habían asesinado, secuestrado y desaparecido a mujeres y hombres estudiantes, jóvenes profesionales, madres, padres, abuelos. “Aquí es muy raro, de los que tenemos desaparecidos, que tengamos solo uno; todos tenemos más desaparecidos, más familiares, póngale que sobrinos o tíos o primos, hay muchos, mínimo cada uno tiene tres o cuatro”, cuenta la señora Carmen.
Carmen hace ocho años que no sabe nada de su hijo, el mismo tiempo que Antonia ha buscado a su esposo o que Olga Mayorga ha insistido en revisar las fosas comunes para buscar a su hijo Diego Armando, su yerno Raúl y sus amigos Rubén y José Manuel.
Olga ha buscado a lo largo de casi tres mil días en la zona centro norte de Tamaulipas. La tarde del miércoles 24 de febrero de 2010 fue la última ocasión que supo de sus familiares. Los hombres desaparecieron en la carretera en medio de enfrentamientos. Olga pidió ayuda a los militares y se la negaron. Ella y sus hermanos recorrieron los caminos rurales, encontraron camionetas abiertas, llenas de sangre, ropa tirada, casquillos y hallaron el vehículo de sus familiares. El año 2010 avanzó. En agosto, 72 migrantes fueron asesinados en San Fernando, municipio de residencia de Olga. Las masacres en Nuevo León y Tamaulipas se multiplicaron. El gobierno solo apareció para recoger los cuerpos. Olga aceptó que su hijo podía estar muerto y se hizo la primera prueba de ADN. Las caravanas de camionetas con hombres armados, los ataques con coches bomba contra medios y autoridades, los secuestros de mujeres y el despojo de ranchos ya eran comunes.
Olga buscó hasta que delincuentes acosaron a su hija. La mañana del 28 de febrero de 2011, las mujeres solicitaron asilo al gobierno de Barack Obama en el puente internacional en Matamoros. Fueron aceptadas, pero Olga renunció a la protección para no abandonar la búsqueda. En ese prolongado camino por la frontera conoció a Miriam Rodríguez Martínez.
Miriam era la líder del colectivo en San Fernando, un grupo con 600 casos de personas desaparecidas. La mujer, que atendía un comercio y trabajaba en el ayuntamiento, gestionaba ayudas sociales y sanitarias. El 10 de mayo de 2017, Miriam Rodríguez consiguió el pago para trasladar el cadáver de Jesús Emanuel a San Fernando. El joven había sido asesinado el martes al sur de México y su familia no tenía para pagar los servicios funerarios. Miriam avisó a la funeraria y después se fue a comer para celebrar el Día de la Madre. Llegó a su casa de noche, estacionó la camioneta, bajó y, al caminar, un sicario le asestó doce tiros. La mujer, de 60 años, murió antes de ingresar en el hospital general.
El problema de los miles de desaparecidos se había mantenido fuera de la vida pública durante años; en 2017 comenzó a hablarse en las calles y en los medios
Quince días antes del asesinato, la activista tamaulipeca conversó por WhatsApp con una compañera del colectivo. Miriam escribió: “A pesar de tanto dolor sigo creyendo en Dios y esperando. Y no pienso parar. Solo muerta. Malditos, no he podido sepultar completa a mi hija”.
Karen Alejandra Salinas Rodríguez es la hija a la que Miriam se refiere en el mensaje. En enero de 2014, integrantes del crimen organizado secuestraron a la menor de edad. La familia pidió un préstamo al banco, vendió lo que pudo y pagó el rescate. Los secuestradores nunca la entregaron y le mandaron decir que estaba muerta. La madre volcó su vida en encontrar el cadáver y dar con los culpables.
Bastaron nueve meses para que Miriam hallara uno a uno a las y los asesinos. Un día en el poblado El Arenal -ubicado en la zona rural de San Fernando-, Miriam excavó hasta encontrar decenas de huesos enterrados en fosas clandestinas. Llamó a la Fiscalía para que levantara y resguardara los restos. El gobierno estatal envió los huesos a un laboratorio en Washington. Los especialistas recibieron un rompecabezas de cuerpos; no pudieron completar uno solo, eran pedazos de seis cuerpos con las características genéticas de un niño de dos años, mujeres embarazadas, hombres jóvenes y una menor de edad: Karen Alejandra.
Miriam Rodríguez enterró a la mitad de su hija y continuó investigando durante tres años. A partir de la fuga de 29 reos de la cárcel de Victoria, Tamaulipas, el miércoles 22 de marzo de 2017, Miriam Rodríguez comenzó a temer por su vida. El gobierno le dio el número telefónico de un policía. El viernes 14 de abril –contó- llamó 30 veces y nunca respondieron. La madre pidió protección a la subsecretaría del gobierno de Tamaulipas, Gloria Garza Jiménez. Ya muerta, la funcionaria negó todo. Empero, la petición había quedado registrada en un video. Los gobiernos de la república y estatal organizaron un homenaje post mortem para expiar las irresponsabilidades.
“En Tamaulipas los que buscamos a personas desaparecidas somos pocos porque el miedo es mucho, el desamparo es latente”
El problema de las miles de personas desaparecidas se había mantenido fuera de la vida pública en Tamaulipas durante años. En mayo de 2017 comenzó a hablarse en las calles, a publicarse en los medios de comunicación, a exigirse en las plazas públicas. Lo que mujeres y hombres habían logrado en ocho meses se paralizó. El asesinato de Miriam frenó a los pocos familiares que buscaban y aterrorizó a miles.
Quien no se detuvo fue Graciela Pérez Rodríguez. La mujer de 49 años buscaba a su hija Milynali, sus sobrinos José Arturo, Alexis y Aldo de Jesús y su hermano Ignacio. Ellos y ella fueron raptados por el crimen organizado el 14 de agosto de 2012. La familia viajaba en una camioneta de Texas a Tamuín, San Luis Potosí. Al pasar por El Mante, municipio ubicado al suroeste de Tamaulipas, los desaparecieron. Desde ese día la madre, tía y hermana no han dejado de buscar.
Graciela Pérez es la voz más potente y clara de los colectivos de desaparecidos en Tamaulipas. En seis años de búsqueda fundó la organización Ciencia Forense Ciudadana (CFC). Allí se capacitó para la búsqueda prospectiva sobre el terreno, para registrar los hallazgos humanos en campamentos de la delincuencia organizada, para buscar por medio de la sangre, del ADN, y creó un registro y un banco de datos genético ciudadano. “En Tamaulipas los que buscamos somos nosotras y nosotros familiares de personas desaparecidas; somos pocos porque el miedo es mucho, el desamparo es latente”, dice la activista galardonada con el Tulipán de los Derechos Humanos, reconocimiento otorgado por el gobierno de los Países Bajos.
Tamaulipas es el estado con más desaparecidos en México. El 18 por ciento de las personas no localizadas en el país fueron vistas por última vez en territorio tamaulipeco. Aquí –viendo el plano numérico- han ocurrido 139 Ayotzinapas1. Los testimonios y el alto porcentaje se magnifican al contabilizar los homicidios dolosos: 7.327 en los recientes doce años. Graciela, Eulalio, Carmen, Antonia, Olga, los buscadores y las buscadoras, reconocen que en los registros oficiales no están todos los casos. A ocho años de iniciado el ¿conflicto armado?, ¿guerra de baja intensidad o no convencional?, mujeres y hombres no han denunciado la muerte o desaparición de sus seres queridos.
Justo en la región donde Eulalio escarbó con sus manos, el 16 de abril de 2018 abrió el primer panteón forense “Unidos por el Recuerdo”. La Agencia de Cooperación Alemana y la Fundación de Antropología Forense de Guatemala participan en la exhumación y análisis de cadáveres o restos humanos. Los familiares tienen la esperanza de encontrar a sus hijos, hijas, papás, nietos, dentro de las fosas; esa es su ilusión. No esperan que el Estado castigue a los culpables. Ellas y ellos anhelan la paz de reencontrarse con sus seres queridos, la misma que hoy les da la búsqueda irrenunciable.
1. En septiembre de 2014, 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa (Iguala, México) desaparecieron después de violentos enfrentamientos con la policía, nueve personas más murieron y cerca de treinta resultaron heridas. Cuatro años más tarde, las familias de los estudiantes desaparecidos continúan su lucha para encontrar los cuerpos, para que se salga a la luz la verdad y para que se haga justicia.
Fotografía : Autor: Carlos Manuel Juárez
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