Dice Boban Minic, el periodista de Radio Sarajevo que se negó a marcharse de la capital bosnia durante la guerra, que el mundo se divide en dos tipos de personas: las que han vivido una guerra y las que no. Y todavía, dice, hay otra clasificación: la gente que no se ha movido de su ciudad y la que un día emigró.
Puede haber empatía, solidaridad, comprensión, ganas de ayudar… (por suerte, de todo eso hay mucho, aunque no llene de titulares las portadas de los periódicos). Pero es difícil ponerse en la piel de un refugiado. Intentar pensar cómo se tiene que sentir alguien que lo ha perdido casi todo. La casa, el trabajo, la familia, los amigos… una red de seguridad que –como nosotros aquí y hoy- pensaban que sería para siempre. Lo único que pueden arrastrar es la mochila de la derrota, el miedo, la incertidumbre del exilio, el peso de los sueños rotos. Lo han perdido todo, menos la vida… y el ánimo para salir adelante. Les empuja una firme decisión: no se rinden, están dispuestos a volver a empezar, de cero. Hay quien lo hace por los hijos; otros, para poder reanudar sus estudios, para mantener viva una causa… o, simplemente, por instinto de supervivencia. Cada uno tiene su propia motivación para no tirar la toalla, y eso es lo que los acompaña en un camino que se convierte en una especie de carrera de obstáculos darwiniana en que sólo sobreviven los más fuertes, los que se adaptan mejor a un entorno cada vez más hostil.
En el campo de refugiados improvisado de Idomeni, en Grecia, los sirios árabes eligieron a un comité de doce hombres y mujeres que coordinaban las protestas (por todas partes había pequeños carteles manuscritos convocando a la gente a manifestarse dos o tres veces por semana) y negociaban con las autoridades griegas y macedonias. “Merkel dijo que todos los refugiados sirios seríamos acogidos en Alemania, y cuando estábamos a medio camino nos cortaron el paso. Son los gobiernos europeos los que nos han puesto en esta situación”, me recordaba uno de sus miembros, Mahdí, un cocinero de Alepo, con los ojos encendidos por los gases lacrimógenos que les lanzaba el ejército macedonio. Los lazos familiares, vecinales, comunitarios, de amistad se convierten en auténticos salvavidas en situaciones límite y son la primera herramienta de solidaridad que funciona como un cobijo, débil pero imprescindible. Son los maestros (sirios, iraquíes, kurdos) que se presentan voluntarios en las “escuelas” improvisadas por entidades solidarias. Son los padres de familia que matan las horas convirtiendo en juguetes o barbacoas trozos de alambrada de la valla (made in Spain, por cierto: que Melilla ha servido para probar muchas cosas). Son los nietos que arrastran a los abuelos en sillas de ruedas miles de kilómetros. Son los amigos de Mustafá, un joven de Deir el Zor (en el este de Siria) que perdió la pierna izquierda en un atentado hace tres años, y que no lo han dejado solo ni un minuto en su periplo por Siria, Turquía, Lesbos, Atenas, hasta Idomeni, donde se dio de bruces con una puerta cerrada. Y todavía tienen fuerzas para vibrar con los partidos del Barça y recitan de memoria la alineación del próximo domingo. “Voy lento, pero tengo paciencia… y siempre hay alguien que me ayuda”, decía el joven sirio, estudiante de filología inglesa, apoyándose sobre sus viejas muletas, a 2.700 kilómetros de casa.
Contrasta la reacción desde abajo con las políticas de unos gobiernos que sólo se han dedicado a levantar muros y vallas, a militarizar las calles y a llenar el Mediterráneo de barcos de guerra
La segunda corona de solidaridad es la de la población que está en la trinchera, en primera línea de la llegada. Como Emilia Kamvisi, que a sus 84 años y con una pensión que no llega a los 400 euros, bajaba cada día a la playa delante de su casa en la isla griega de Lesbos para ayudar a la gente que las pateras transportaban desde Turquía: “Nos daba mucha pena y mucha rabia ver cómo llegaban: asustados, mojados, con los críos empapados, llorando. Cada día íbamos al banco de delante de la playa, a sentarnos con ellos, a hacerles compañía. Llegaban seis, siete, ocho barcas: no podíamos hablar pero nos abrazaban, nos daban besos”, nos explicaba hace unos meses. Y recordaba a su madre, que también llegó refugiada de la expulsión de los griegos de Turquía en los años veinte. El Premio Nobel de la Paz pasó de largo de la candidatura de la gente de Lesbos, que simbolizaba este espíritu de acogida. Pero siempre nos quedará la fotografía de Lefteris Partsalis que se hizo viral, donde Emilia -sentada en el banco de toda la vida delante del mar- le da un biberón a un bebé acabado de llegar ante la sonrisa divertida de su madre. La abuela, con sus dos amigas y los pescadores de la isla, ponen rostro a miles de jóvenes, de trabajadores, de autónomos que se han mojado para rescatar a los náufragos, cuidarlos, abrazarlos, darlos ropa seca, un vaso de té caliente, comida, agua, transporte o, simplemente, para escucharlos.
Son los estados los que han dibujado a los refugiados como una amenaza a nuestra seguridad y convivencia; y los causantes de un sufrimiento absurdo y del todo evitable
La tercera corona ha sido la movilización internacional de voluntarios y personal de ONG, que se han encontrado cambiando destinos de África, Oriente Próximo o Asia por ciudades y pueblos mucho más próximos. Muchas costuras han crujido y se pueden criticar muchas cosas, pero lo más importante es el contraste de esta reacción desde abajo con las políticas de unos gobiernos que sólo se han dedicado a levantar muros y vallas, a militarizar las calles y a llenar el Mediterráneo de barcos de guerra.
No debemos olvidar que, de hecho, la solidaridad fue la primera reacción el verano pasado, incluso en países como Austria, donde más tarde la extrema derecha se ha hecho fuerte. Porque han sido las políticas de los gobiernos, la criminalización, el cóctel explosivo inmigración-islam-terrorismo lo que ha cambiado un sector de la opinión pública en Europa y ha dado alas a los discursos ultras, que ahora retruenan sin complejos en medio continente. Han sido los gobiernos –liberales y socialdemócratas- los que han abierto la puerta al fantasma. Son los estados los que han dibujado a los refugiados como una amenaza para nuestra seguridad y nuestra convivencia. Y los causantes, en primera instancia, de un sufrimiento absurdo y del todo evitable, que nos hunde, a todos juntos, en una espiral del odio. Ante eso sólo nos queda reivindicar la solidaridad y preguntarnos si, en el fondo, los muros que se están erigiendo no nos aprisionan también a nosotros.
Photography : Emilia Kamvisi, en su casa de Lesbos con la fotografia que la convirtió en una icona de la solidaridad con los refugiados. XAVIER BERTRAL / ARA
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