Después de encabezar diariamente periódicos durante los meses de julio y agosto de 2017, desde septiembre el acontecer político de Venezuela ha pasado a un segundo plano. Pareciera que las batallas campales en las calles, las movilizaciones ciudadanas para votar a favor del gobierno (para elegir la Asamblea Constituyente el día 31 de julio) o en su contra (en la consulta organizada por la oposición para revocar al presidente el 16 de julio), y los encendidos discursos de los líderes de uno y otro bando, han dado una tregua. Sin embargo es necesario señalar que ésta no ha sido fruto de la inminente resolución de los problemas y tensiones, ni por el establecimiento de mesas de diálogo por parte de los sectores enfrentados, sino más bien ha sido producto del agotamiento de la oposición y de muchos ciudadanos que, sin apoyar al gobierno, han decido quedarse en casa e invertir su tiempo y energías en “resolver” los infinitos problemas que se les presentan, que van desde conseguir alimentos o medicina, hasta velar por su seguridad. No por casualidad en 2017 el éxodo de venezolanos se ha acrecentado enormemente, siendo muy llamativo el incremento de personas buscando asilo. La gente, como se dice, está votando con los pies.
En este contexto es posible afirmar que el coste de la movilización social contra el régimen durante el primer semestre del año ha sido muy elevado –tanto en recursos materiales, como en salud y vidas– y éste no se ha visto recompensado en resultados tangibles. Además, se percibió que la espiral de violencia que se iba labrando sólo daba alas a los extremos que gráficamente simbolizaban, por un lado, los “encapuchados” de la oposición y, por el otro, los grupos paramilitares auspiciados por el gobierno. Sin duda, esa violencia extrema también ha alienado a parte de los sectores que protestaban pacíficamente en la calle.
Es cierto que este dramático episodio no puede comprenderse sin tener en cuenta la voluntad de las autoridades del tardo-chavismo de extraer el núcleo democrático propio de las contiendas electorales competitivas y de las instituciones garantistas que existían en la Constitución ahora en suspenso. Y con ello, la desesperación de muchos sectores de la oposición al observar como su tarea de competir por votos ya no tenía sentido y que sólo les quedaba salir a la calle para alzar la voz, denunciar el repliegue autoritario del régimen y presionar a las instancias internacionales para lograr reformas para que los votos tuvieran sentido y los derechos y libertades no quedaran en papel mojado.
Con la elección de la nueva Asamblea Constituyente, un importante sector de la población se ha sumido en la desesperanza; hoy mucha gente está agotada, sin expectativas y desmovilizada
Sin embargo, con la elección de la nueva Asamblea Constituyente, que configura una Cámara Legislativa semi-corporativa parecida a los regímenes del socialismo real, un importante sector de la población que no es afín al régimen se ha sumido en la desesperanza. Con ello se puede afirmar que hoy mucha gente está agotada y sin expectativas y, precisamente por ello, también desmovilizada.Este es precisamente el objetivo que perseguía el régimen de Maduro: mostrar que no hay forma de cambiarlo. En esta línea debe comprenderse la disolución de la Asamblea Nacional donde el partido oficialista estaba en minoría, así como el cambio de reglas de juego político.
Con esta jugada pareciera que el gobierno de Maduro tiene ahora menos voluntad e incentivos para pactar con la oposición, más allá del establecimiento de alguna ronda negociadora de carácter táctico para torpedear la ya frágil unidad de la plataforma opositora MUD de cara a las próximas contiendas electorales de 2018 –si bien aún no queda claro cuándo serán, para qué cargos ni bajo qué institucionalidad. Huelga decir que la MUD está bastante dividida en este tema: hay algunos partidos menores que quieren negociar con el gobierno para que se les levante la inhabilitación de sus candidatos, otros que quieren participar en las elecciones pero sin negociar, y otros que apuestan abiertamente por la abstención y el boicot.
La otra pregunta que cabe formular es sobre la cohesión de las élites gubernamentales y sus bases de apoyo, que empiezan a distinguir entre el chavismo –que sí está dividido y tiene diversas sensibilidades– y el madurismo, que aparece más replegado y unido en la idea de mantenerse en el poder a cualquier coste. Esta situación supone que, hoy por hoy, los militares aparezcan como los verdaderos árbitros del juego político, y no sólo en su capacidad de negociar prebendas y privilegios, sino también de decantar el filo de la balanza cuándo las cosas se pongan aún peor.
La comunidad internacional no está cohesionada ni es firme en la demanda de que el régimen venezolano haga pasos hacia la apertura y la liberalización
En el momento presente es difícil hacer cualquier tipo de predicción. Si bien las condiciones sociales en las que vive la gran mayoría de los ciudadanos son mucho peores que las que precedieron al “caracazo” de 1989, actualmente, a diferencia de entonces, el gobierno está alerta –y a la defensiva- de cualquier movilización o protesta social. Ante ello hay quien anuncia que solamente habrá cambios sustantivos cuando exista una fractura en el sector militar y, hasta ahora, sólo se han visto asonadas puntuales fáciles de neutralizar, si bien emergieron con la voluntad de emular los pronunciamientos militares de 1958 que pusieron fin al régimen de Marcos Pérez Jiménez. Ejemplo de ello fueron los episodios acontecidos los días 27 de junio y el 6 de agosto de 2017. En el primero un inspector de policía, Óscar Pérez secuestró junto con un grupo de compañeros de armas un helicóptero con el que lanzó granadas y disparó contra la sede del Tribunal Superior de Justicia y del Ministerio del Interior en Caracas; y en el segundo un capitán de la Guardia Nacional Bolivariana, Juan Caguaripano, difundió desde la 41ª Brigada Blindada de Valencia el inicio de una acción “cívica y militar” desde el Fuerte Paramacay, en el estado Carabobo. Pero los dos pronunciamientos fueron fácilmente abortados, y hasta la fecha no ha habido señales de una división sustantiva en las filas castrenses, si bien son numerosos los militares dados de baja.
Los libros que tratan sobre la transformación de regímenes autoritarios hacia democracias –muy en boga hace tres décadas– señalaban que para iniciar un proceso de democratización era necesaria la conjugación de, como mínimo, cinco elementos: a) la existencia de discrepancias en el seno de la élite gobernante, b) la presencia de diálogo y de vínculos de confianza entre un sector del gobierno y de la oposición, c) la capacidad de la oposición para movilizar a sus bases en las calles para demandar libertades y derechos que no estaban consagrados en los ordenamientos políticos, d) el apoyo de potencias internacionales al proceso de apertura y liberalización del régimen y, finalmente, e) unas Fuerzas Armadas recluidas en los cuarteles y sin ánimo de participar activamente.
El régimen venezolano ya no encaja en la categoría de “democracias con adjetivos”, y embona cada vez más en la de regímenes “híbridos” o fallidos
Si intentamos ver cuál es la realidad que impera en Venezuela respecto a los elementos citados, el optimismo brilla por su ausencia ya que si bien en el chavismo difuso hay dispersión de opiniones y sensibilidades, todo indica que las élites gubernamentales han cerrado filas en la defensa de sus intereses, a sabiendas que están perdiendo apoyo y legitimidad y que la única forma de mantenerse en el poder es a través de un enroque institucional. Respecto de los diálogos entre la oposición y el gobierno, éstos son escasos y con muy poca credibilidad por parte de los dos bandos, tanto por el tacticismo gubernamental como por los constantes conflictos internos dentro de la oposición, que está débilmente estructurada y con demasiados frentes abiertos. En cuanto a la capacidad de movilización de la oposición en las calles, ésta sí es efectiva, pero también se ha visto neutralizada y enfrentada con contra-movilizaciones programadas desde el régimen, hecho que más que presionar para la apertura de derechos y libertades ha generado alarma social y criminalización de la protesta por la violencia que generaba. La comunidad internacional, por su parte, no está cohesionada ni es firme en la demanda de que el régimen venezolano haga pasos hacia la apertura y la liberalización, ya que, si bien Venezuela ya ha sido suspendida de Mercosur y de que México, Brasil, Argentina, Chile y la UE han sido bastante críticos con Maduro, aún permanecen gobiernos afines al proyecto bolivariano, a la par de que las amenazas recibidas desde la administración Trump han generado más recelos que aplausos. Finalmente, en referencia a la institución militar, a pesar de los dos incidentes ya citados, aún permanece la idea de que las Fuerzas Armadas sí están a favor del gobierno y que no tienen –por ahora– empacho en salir de los cuarteles a la calle para defenderlo. De lo expuesto, parece que la literatura que debemos explorar no es tanto la que habla de los procesos de democratización y apertura, sino la que analiza las involuciones y reversiones de regímenes democráticos a no democráticos, que históricamente han ocurrido y continúan ocurriendo.
Con ello podemos empezar a buscar calificativos para dar nombre a un régimen que ya no encaja en la categoría de “democracias con adjetivos”, y que embona cada vez más en la de regímenes “híbridos” o fallidos. Y todo ello en un país inmensamente rico en un recurso muy codiciado a nivel mundial y por lo tanto con muchos actores interesados en sacar provecho de río revuelto. Ojalá me equivoque –lo hago a menudo– pero no hay buenos augurios.
Nota del autor: Agradezco las sugerencias y observaciones realizadas por los colegas Aníbal Pérez-Liñán (U. de Pittsburg), Jorge Corrales (Amherst College) y Andreas Feldman (U. de Illinois en Chicago), si bien la responsabilidad de lo expuesto es exclusivamente atribuible a mi persona.
Fotografía: Eneas De Troya
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