En profundidad
La OTAN después del 11-S
Pere Ortega
Los atentados del 11-S de 2001 perpetrados en los Estados Unidos de América (EE.UU.) marcaron un cambio en la geoestrategia mundial. EE.UU. había sufrido ataques en su propio territorio, algo insólito hasta el momento. Este hecho trastocó las estructuras de defensa y seguridad de EE.UU. y de sus aliados. Esta convulsión también afectó a la Alianza Atlántica (OTAN), un organismo militar nacido para hacer frente a la URSS durante la etapa de la Guerra Fría y que, una vez finalizada esta, entró en un período de indefinición. Los atentados del 11-S ayudaron a definir una nueva estrategia de la OTAN.
EE.UU., poco después del 11-S, aprueba una nueva Estrategia de Seguridad Nacional en la que destaca como principal amenaza el terrorismo, seguido de otros riesgos, como la proliferación de armas de destrucción masiva, los estados fracasados, la delincuencia organizada y la dependencia energética. A su vez, define dos pilares básicos para hacer frente a estas amenazas: el mantenimiento de la supremacía militar y el derecho a realizar acciones bélicas preventivas para defender la paz y la seguridad a escala mundial. Inmediatamente empieza una cruzada contra el terrorismo, en la que pide ayuda a los países socios de la OTAN y el cumplimiento del artículo 5 de defensa mutua del Tratado de la Alianza, que obliga, en caso de ataque a un país miembro de la coalición, a apoyar y a participar militarmente en su defensa. Sin embargo, finalmente EE.UU. no llegará a exigir su cumplimiento. En octubre de 2001 empiezan los ataques a Afganistán con la operación Libertad Duradera, liderada por EE.UU. con ayuda de una coalición internacional de países que tienen en ello un papel secundario. ¿Por qué EE.UU. no exigió la aplicación del artículo 5 de la OTAN? Porque no confiaba en sus aliados y reservaba a la OTAN un papel subsidiario, como se vio después, en enero de 2002, cuando la OTAN recibió el mando del ISAF, una operación autorizada por el Consejo de Seguridad de la ONU con la misión de ayudar en la reconstrucción de Afganistán.
Esta desconfianza de EE.UU. hacía los países europeos tiene precedentes y hay que buscarlos en los conflictos de la ex Yugoslavia de 1995-1999, en que la OTAN intervino después de que Europa hubiera fracasado en la solución de los conflictos de los Balcanes, y en los que los países europeos habían resultado prisioneros de antiguas alianzas con las diferentes repúblicas yugoslavas, apoyando a los diversos actores de los conflictos. Finalmente, cuando la situación devino intolerable, primero en Bosnia, después en Kosovo, fue EE.UU. a través de la OTAN la que impuso la intervención. Pero ¿qué lección extrae EE.UU. de aquella guerra? Que no puede intervenir militarmente con unos aliados que quieren compartir el mando militar, que están pidiendo constantemente explicaciones sobre posibles irregularidades (bombardeos de la embajada de China y de la TV de Belgrado) o que, por lo menos, quieren estar informados de los planes militares.
Pero a pesar de las discrepancias, la OTAN asumirá igualmente los nuevos planteamientos de EE.UU. Y en la cumbre de Praga de 2002, tomará dos decisiones importantes: utilizar las fuerzas militares para combatir el terrorismo y adoptar la doctrina de ataques preventivos para impedir posibles atentados terroristas. De este modo, se aprobará la creación de una fuerza de reacción rápida (NATO Response Force), capaz de intervenir en acciones de guerra preventiva, sin límites de actuación territorial, en misiones como el terrorismo, las armas de destrucción masiva, operaciones de mantenimiento de la paz y gestión de crisis. La doctrina de ataques preventivos evidencia el distanciamiento respecto a la Carta de la ONU, que solo autoriza el uso de la fuerza bajo el principio de la "legítima defensa". Se trataba, de facto, de una vulneración del derecho internacional y tiraba por tierra la frágil arquitectura de orden mundial que se había ido construyendo después de la Segunda Guerra Mundial.
En el caso de la guerra de Irak (2003), vuelve a pasar lo mismo. EE.UU. no cuenta con la OTAN a causa del desencuentro entre los países más europeístas de la OTAN, Francia y Alemania, que se opondrán firmemente a la guerra de agresión de EE.UU. contra Irak. Esto conduce a la OTAN a una crisis permanente, ya que no hay la unanimidad que exige el tratado fundacional de la OTAN. Entonces EE.UU. no acaba de confiar en unos aliados europeos divididos y relega la OTAN para misiones posteriores al conflicto.
El descontento con la Europa aliada se explicita en las continuas demandas de los dirigentes políticos del Departamento de Defensa de EE.UU. del pasado y el presente (Donald Rumsfeld y Robert Gates) de que Europa incremente los presupuestos de defensa para poder asumir sus compromisos de intervenciones militares al lado de EE.UU. Así pues, Robert Gates, en su despedida de Europa (junio de 2011), porque abandona la Secretaría del Departamento de Defensa, ha pronosticado un futuro incierto para la OTAN y ha denunciado el comportamiento desleal de los aliados europeos respecto al presupuesto de la Alianza, aduciendo que en los últimos diez años la participación del gasto de EE.UU. en el mantenimiento de la OTAN ha pasado de ser del 50% al 75% y que la aportación de la Europa aliada ha disminuido un 25%. Esto es un motivo más de distanciamiento entre EE.UU. y la Europa aliada. EE.UU. no parece estar dispuesto a asumir el mantenimiento de un organismo que no le es fiel hasta el final.
Otra gran cuestión se refiere al mapa geopolítico mundial. Europa era desde finales de la Segunda Guerra Mundial el territorio donde se dirimía el gran juego político y económico mundial. Primero, durante la Guerra Fría, en que se enfrentaba a la URSS. Después, con la incorporación de la Europa Central y del Este al eje de la economía capitalista. Toda esa etapa ha sido de un gran valor geoestratégico para EE.UU. por razones económicas, dado que la Europa Occidental era la su gran aliada y el mercado principal de su economía. Pero esta situación ha cambiado en los últimos diez años y se ha producido un proceso de remodelación del orden mundial en el que han aparecido nuevos actores, los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), que han desplazado el epicentro geopolítico y de crecimiento económico hacia otros territorios. Especialmente China, que con su constante crecimiento se ha convertido en el gran motor de la economía mundial. Por tanto, Europa empieza a perder peso en los intereses geoestratégicos de EE.UU.
Así pues, ahora EE.UU. se encuentra con que la OTAN ha perdido todo su sentido inicial y, a pesar de que adoptó un Nuevo Concepto Estratégico que le permite operar por todo el mundo, algunos de sus aliados europeos son más un obstáculo que unos fieles colaboradores. Por otro lado, la OTAN ha perdido el factor político de cohesión interna que tuvo durante la Guerra Fría. Y aunque se haya reconocido el terrorismo como enemigo principal, este no puede sustituir el papel de la desaparecida URSS. Y es que la OTAN es un organismo militar que puede hacer intervenciones y guerras, pero no puede luchar contra un enemigo abstracto y sin una ubicación geográfica determinada. El terrorismo solo se puede combatir en dos dimensiones: una interna, con políticas de seguridad y judiciales, y otra externa, con medidas de cooperación para desactivar los conflictos que le dan argumentos para desarrollarse.
La OTAN es un organismo militar que necesita objetivos políticos claros y hoy esto la Alianza Atlántica no lo tiene, hecho que le augura un futuro incierto.