En profundidad
Libertad y seguridad: consecuencias del 11-S en el mundo
Esteban Beltrán
Hay quienes sostienen que la amenaza del terrorismo es tan grave, que respetar los derechos humanos es un obstáculo para la seguridad. Esta idea se hizo sólida tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. A partir de ahí en connivencia con otros estados, se detuvo a personas arbitrariamente, se las recluyó en secreto, se las transfirió a otros países sin garantías, se las sometió a detención prolongada sin cargos ni juicio, y se les infligió torturas y malos tratos.
Desde entonces, el miedo ha sido la excusa para reprimir a la oposición política. En India, en Jammun y Cachemira se retuvo a opositores sin cargos durante más de los dos años que establece la ley. En Turquía se detuvo a niños de 12 años, aplicándoles la ley antiterrorista por su presunta participación en manifestaciones de la comunidad kurda. En Pakistán miembros de grupos nacionalistas hindis y baluchis fueron perseguidos y reprimidos. Y desde 2009, Arabia Saudí recluyó a miles de personas en absoluto secreto, les sometió a juicios sumarios o les hicieron morir en supuestos enfrentamientos con las fuerzas de seguridad. El pasado mes de julio, Amnistía Internacional difundió un proyecto de ley antiterrorista saudí, que permitiría juzgar como terroristas a manifestantes pacíficos. La respuesta de las autoridades fue bloquear el acceso a nuestra web.
Para millones de personas, las verdaderas fuentes de inseguridad han sido sistemas policiales y de justicia corruptos e ineptos, la brutal represión a la disidencia política, la inclemente discriminación y las desigualdades sociales. En Túnez, tras años de represión brutal contra la disidencia, a la que se torturó en nombre de la lucha contra el terrorismo, miles de personas se echaron a la calle para protestar por esa política represiva y la falta de oportunidades económicas. La revolución de los jazmines acabó con décadas del gobierno de Ben Alí, y se extendió a Jordania, Argelia, Yemen, Bahréin, Libia, o Egipto, donde también se ha puesto fin a décadas de abusos del Gobierno de Mubarak.
Las desapariciones forzadas se consolidaron a lo largo de esta década. En Pakistán o Yemen eran excepcionales antes del 11-S. Desde entonces, cientos de personas, si no miles, han sido víctimas de detención arbitraria y reclusión secreta.
La tortura se legitimó desde administraciones como la de Estados Unidos. Tras tomar posesión de su cargo, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, manifestó que no se aprobaría el uso de la tortura y otros malos tratos. Una medida muy bien recibida, pero hasta la fecha no sólo no se ha dado ni un solo paso para investigar el uso de la tortura, pese a que el expresidente George W. Bush reconoció haberla autorizado expresamente, sino que se ha justificado en Guantánamo para dar con el paradero de Osama Bin Laden y matarle sin juicio.
Tampoco han querido decir nada sobre este tipo de abusos países como España, Italia, Reino Unido o Suecia, ni siquiera a la hora de transferir detenidos a países con alta tradición de abusos. Lo hicieron, aferrándose a unas garantías diplomáticas basadas en el "prometo no hacerlo más". Y aunque países como España, Lituania, Macedonia o Reino Unido han reconocido que no han investigado a fondo su participación en los programas de entregas extraordinarias y detención secreta de la CIA, en otros como Rumanía, se siguen negando las evidencias de colaboración.
Ya en 2005, el entonces secretario general de Naciones Unidas, señalaba: "Poner en peligro los derechos humanos no puede servir para luchar contra el terrorismo. Por el contrario, facilita al terrorista la consecución de sus objetivos". Y efectivamente los atentados terroristas contra la población civil no han dejado de producirse a lo largo de esta década en Estados Unidos, Indonesia, Marruecos, España, Arabia Saudí, Reino Unido, Afganistán, Uganda, Egipto, o en la India, donde el pasado mes de julio, tres explosiones en Bombay acabaron con la vida de al menos 18 personas.
Pese a que Obama anunció que Guantánamo se cerraría, dos años después sigue teniendo en sus celdas a 172 hombres. Solo uno ha sido juzgado por un tribunal civil, cinco por comisiones militares. El resto sigue sin ser juzgado. Aunque se cierre, cientos de personas siguen detenidas sin cargos, juicio, ni revisión judicial solo en la base aérea estadounidense de Bagram, en Afganistán. Y en numerosos países del mundo, en el nombre de la lucha contra el terrorismo, se siguen recortando las libertades. Lo que no podemos permitir es que las víctimas de los abusos humanos cometidos por estados o grupos armados puedan caer en el olvido.