En profundidad
Las causas de la crisis postelectoral en Costa de Marfil
Gilles Olakounlé Yabi
El 27 de noviembre de 2010 nada hacía presagiar todavía la deriva de Costa de Marfil hacia un conflicto sangrante de cinco meses de duración que quedará registrado en los anales como «la crisis postelectoral». Era la víspera de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales y en Abiyán, la metrópoli marfileña y sede del poder político, la atmósfera era surrealista; tanto que era difícil de creer que finalmente tendrían lugar las elecciones, anunciadas hacía cinco años. La semana había estado marcada por los últimos mítines de la campaña , mientras que un inédito debate radiotelevisado había enfrentado a los dos candidatos resultantes de la primera vuelta (celebrada el 31 de octubre de 2010): el presidente en funciones, Laurent Gbagbo, y el antiguo primer ministro Alassane Ouattara. El debate, de buen tono, había tranquilizado un poco a los marfileños que se esforzaban por creer que las elecciones presidenciales, organizadas después de ocho años de crisis político-militar, llevarían a la paz. Sin embargo, todos sabían también que la campaña se había endurecido entre una vuelta y la otra y que habían reaparecido grupos de milicianos en diversas localidades del país, lo cual auguraba escenarios postelectorales poco tranquilos.
¿Por qué descarriló todo? ¿Por qué en Costa de Marfil el largo proceso de conflicto armado desembocó en una crisis postelectoral? (Cuyo epílogo llegó el 11 de abril de 2011 con el arresto, difundido por los medios, del antiguo presidente Gbagbo.) En primer lugar, porque eran las elecciones presidenciales de un país donde ocupar el palacio presidencial otorga un acceso ilimitado a los medios materiales y coercitivos del Estado. Por lo tanto, había mucho más en juego de lo que es habitual: para aquéllos que se habían acostumbrado al poder durante años -diez años en el caso del presidente Gbagbo- conservarlo era como una necesidad vital. Lo que hay en juego supera la dimensión individual y engloba el bienestar físico y material, durante los años siguientes, de la familia, del clan y de los partidarios políticos civiles y militares. La tentación de conservar el poder presidencial, sea cual sea el resultado de la votación (que es lo que se supone que tiene que ser determinante en un sistema democrático), es más fuerte, como más inciertas son las perspectivas electorales.
Laurent Gbagbo había llegado al poder en octubre de 2000 después de unas elecciones caracterizadas por la exclusión de todos los actores políticos de peso, a excepción de un general golpista, Robert Guéi. Gbagbo era uno de los tres principales líderes de aquella época, pero su victoria de 2000 fue sobre todo el resultado de una capacidad destacable de valerse de una coincidencia excepcional de circunstancias políticas. El año 2010, con las ventajas habituales de un candidato que viene de ocupar la presidencia, tenía posibilidades, pero objetivamente no tenía muchas más que sus dos principales adversarios, Alassane Ouattara y el antiguo presidente Henri Konan Bédié. Laurent Gbagbo obtuvo el 38% de los votos en la primera vuelta, el 31 de octubre, contra Ouattara (32%) y Bédié (25%). A pesar de todo, ante la alianza política a la que llegaron sus dos oponentes antes de las elecciones, el presidente saliente sin duda podía tener esperanzas de ganar la segunda vuelta, pero ya no era favorito. Para una parte de los que desde hacía años habían puesto su suerte en manos de la permanencia de Gbagbo en la presidencia, se había hecho imperativo ganar a toda costa, aunque su candidato fuera derrotado en las urnas.
En parte, era difícil evitar una violenta crisis postelectoral porque no se trataba de unas elecciones presidenciales comunes. La cita electoral era la última etapa de un proceso de paz en un país dividido en dos desde septiembre de 2002, después de la rebelión armada de las Fuerzas Nuevas comandada por Guillaume Soro, que se convirtió en primer ministro el año 2007 gracias a un acuerdo de paz firmado con Laurent Gbagbo. Este acuerdo consagró la existencia de dos fuerzas armadas antes beligerantes, pero condenadas a reunificarse; dos ejércitos que han participado, junto con la misión de paz de las Naciones Unidas, en la securitización de la elección presidencial. En este contexto, el golpe de estado electoral perpetrado por el presidente saliente después de su derrota en la segunda vuelta tenía que desencadenar, con toda probabilidad, un conflicto armado entre las fuerzas «republicanas» y las antiguas fuerzas rebeldes. Todavía más si tenemos en cuenta que el candidato que había ganado en las urnas, Alassane Ouattara, era conocido por su proximidad a las Fuerzas Nuevas desde 2002.
Cuando se hizo proclamar presidente por un consejo constitucional que había anulado 600.000 votos emitidos en el norte del país -la región de origen de la mayoría de ex-rebeldes y del candidato Ouattara- el bando de Gbagbo sabía que volvería a condenar al país a un conflicto armado. ¿Podría haber evitado un conflicto armado el aplazamiento de las elecciones presidenciales de 2010? Nunca se podrá saber, aunque si se conoce la psicología de los actores y la dimensión pasional de las rivalidades políticas marfileñas, la respuesta tendrá que ser negativa. Sin embargo, anticipando mejor las formas y los lugares de los peores episodios de violencia, habría sido posible limitar el coste humano de la confrontación.