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Encima de la falla

Stefano Puddu
Licenciado en pedagogía en Cagliari, ha participado en los movimientos ecologista y pacifista de Cerdeña; actualmente es uno de los impulsores del movimiento a favor del decrecimiento en Cataluña
Stefano Puddu

Stefano Puddu

La llegada de un terremoto acostumbra a ser un hecho poco comprensible para quien ignora la existencia de las placas tectónicas. Las sacudidas en la superficie no siempre dan pistas claras sobre las dinámicas profundas que las originan. Así, las movilizaciones ciudadanas aparecidas en el año 2011 en diferentes puntos del planeta plantean una dialéctica compleja entre los síntomas –las reivindicaciones, el "discurso", la toma de las plazas—y el metabolismo general, el estado de salud del sistema, con sus premisas y reglas de funcionamiento. Hay que ser atrevidos para aventurar un diagnóstico sin ser médicos, pero la enfermedad es un fenómeno de la vida y, como seres vivos que somos, nos conviene esforzarnos para entenderla.

En general, tenemos ante los ojos las primeras muestras del potencial de desestabilización de un modelo que ha sido capaz de generar unas promesas altamente deseables –democracia, bienestar económico, protección social…– pero que, sin embargo, está demostrando ser incapaz de mantener. El "fin de la historia" toma hoy un sentido imprevisto, y nos indica la impotencia de un sistema que ya no puede sostener sus metas ni satisfacer las expectativas creadas, debido a la poca conciencia de las condiciones que lo hacen posible.

Como sabemos, en los últimos cincuenta-sesenta años, una minoría de habitantes de este planeta nos hemos visto implicados en el proceso de afirmación de una forma de vida basada en la desmesura, en una ilusión de abundancia llevada hasta extremos impensables. La base primera de este fenómeno nos vino de una disponibilidad energética extraordinaria, vinculada a un uso sin freno de los combustibles fósiles, un capital finito y no renovable. Esta inyección de energía abundante y barata impulsó la conocida dinámica de crecimiento que, en poco más que dos generaciones, ha transformado de forma fulgurante e irreversible la estructura social, los valores, los hábitos y los conocimientos en que se basa nuestra vida; hemos sido catapultados en una posmodernidad líquida, globalizada, terciarizada, hipercompleja, hiperconectada, hiperconsumista; la misma ola de abundancia alimentó una democracia hipertrófica, con privilegios y complicidades que se enraizaban y extendían a todas partes. La sensación de potencia titánica asociada a este crecimiento ha generado un sentimiento de libertad absoluta, una falta de límites que se ha convertido en mantra de nuestra cultura; sin tener presente, sin embargo, la dependencia que derivaba de esta aportación energética, la obligación e incluso esclavitud generada por el crecimiento constante, y menos aún la pesadilla ecológica que todo ello desencadenaba, del cambio climático en adelante.

La globalización nació con la revolución de los transportes, gracias al petróleo barato, pero el factor decisivo fue la revolución digital, capaz de transformar en pocas décadas tanto las tecnologías productivas como las de comunicación. El triunfo de la codificación numérica fue determinar, en paralelo, una dinámica de sobreproducción por un lado, y de desmaterialización, por otro. Hemos sido inundados por un alud de mercancías producidas en serie a precios irrisorios, con una aportación menguante de trabajo humano, mientras que factores inmateriales y elementos de irrealidad se convierten cada vez más en elementos determinantes para nuestras vidas.

El cambio con más repercusión de este último medio siglo, sin embargo, fue la revolución de las finanzas, el sector que mejor supo aprovechar la potencia de las TIC. Una vez abandonada la convertibilidad en oro, la desmaterialización del dinero y la potencia de las tecnologías en red multiplicaron el poder del capital hasta extremos alucinantes. En un mundo de pantallas, la diferencia entre realidad y simulacro es, en primer lugar, una cuestión de creencia. Administrar el dinero significa gestionar la confianza: ayudados por los medios de comunicación –unas herramientas de persuasión potentísimas— los poderes financieros han sido muy hábiles en hacerlo.

Petróleo y pantallas cambian, pues, la geografía del poder, que ya no corresponde al mapa de los estados, y trasciende, por tanto, las instituciones que los gobiernan, es decir, la política. En eso estamos, desde hace unas décadas: la economía es quien domina el mundo y, dentro de la economía, las finanzas. Este hecho, sin embargo, supone una subversión terrible y triple: 1) del pacto democrático; 2) de la racionalidad económica; 3) de la compatibilidad ecológica. Es decir, los pilares que fundamentan nuestro mundo.

Vayamos por partes.

1) Nos encontramos ante una marginalización de facto de la política. Las cesiones de soberanía hacia la esfera económico-financiera son constantes, y ya no se pueden esconder más. Las decisiones políticas responden cada vez más a la necesidad de remunerar los capitales con los que están endeudados: las leyes de equilibrio presupuestario tienen como cláusula de obligado complimiento la restitución de la deuda, con los intereses correspondientes, y el bien público se administra con lo que sobra. La vinculación de los líderes políticos a las oligarquías financieras es tan estrecha, que estamos acostumbrados a verlos pasar de un sector al otro con la mayor desenvoltura. Las grandes fortunas financieras siguen exentas de impuestos, mientras que el sistema fiscal estrecha su red recaudatoria sobre el simple ciudadano. El poder público dispone de recursos insuficientes para dar los servicios que los contribuyentes y electores reclaman, y el pacto que fundamenta la representatividad ya es papel mojado. En estas circunstancias, la democracia se ha convertido en una forma de entretenimiento televisado, todavía hoy hegemónico. Por suerte, desde hace unos años ha aparecido la ventana de Internet.

2) El mayor problema que amenaza a la sociedad global es la metástasis del capital financiero. Esta es el fruto envenenado de la desregulación neoliberal, que se ha llevado a cabo con plena complicidad política de gobiernos y parlamentos de todo el mundo, sin diferencias significativas entre derechas e izquierdas. Como consecuencia de esto, las anotaciones contables han aumentado su volumen y su velocidad de circulación de forma aberrante, superando hasta diez veces (o más) el valor total de la riqueza real del planeta. La hiperactividad especulativa ha configurado una irrealidad monetaria de proporciones desorbitadas, una burbuja de deuda gigantesca que ahora se encuentra en fase de implosión sin posibilidad de detención. No hay recursos en el mundo para tapar ese agujero negro. Las "finanzas creativas" han alimentado una confusión terrible entre el ahorro y la deuda, han afirmado la primacía de la tasa de interés del dinero sobre la creación de valor a través del trabajo, hasta degradar el principio de racionalidad económica a su nivel más bajo, que es el de la codicia: ganar el máximo de dinero con el mínimo esfuerzo en el tiempo más corto.

3) La consecuencia más grave de este estado de cosas es la alienación vital en que se ha instalado nuestra civilización. Hemos perdido cualquier noción real y concreta de nuestro grado de dependencia de los grandes ciclos tróficos del planeta. La sobrecarga y sobreexplotación ecológica, desde el punto de vista de la supervivencia de la especie, es mucho más grave y determinante que la deuda financiera, pero su consideración en la toma de decisiones es casi irrelevante. En la naturaleza, todo exceso es tóxico, y una civilización fundamentada en el exceso no tiene más destino que la sobredosis, el colapso por intoxicación.

En resumen, el actual estado del mundo es el resultado de un abuso de confianza de proporciones históricas. Miles de millones de ciudadanos han llegado a creer en las promesas de felicidad, confort, riqueza, salud, belleza, cultura y democracia que el sistema ofrecía a todo el mundo. Como en el cuento de Pinocho, nos encandilaron con la imagen fantástica de un dinero que se multiplica solo, y nos han hecho esclavos de esa quimera. El resultado es una suma de insolvencia económica, deslegitimación política e insostenibilidad ecológica, que son, en definitiva, manifestaciones diversas de un mismo descrédito que podemos llamar sistémico; en el año 2011, esta "quiebra técnica" se convirtió en patente para grandes masas de ciudadanos de países diferentes, que quisieron expresar su indignación y voluntad de cambio. Todo el mundo comienza a verlo: no solo el gigante tiene pies de barro, sino que pretende seguir levantando su edificio con materiales que va quitando de la base. Esto promete una caída estrepitosa, pero quienes se encuentran en las plantas más altas ya tienen el helicóptero preparado para la evacuación. Esta es la diferencia entre el 1% que ha propiciado una catástrofe de civilización, y el 99% restante que está atrapada en ella, y que pagará sus consecuencias.

La gente bastante tiene intentando sacar adelante su vida personal y familiar, en un momento tan crudo como este. Las cifras de endeudamiento, de paro, de sufrimiento económico cada fin de mes, son las de una posguerra. Las armas de destrucción masiva, esta vez, eran financieras, especulativas. Ni siquiera nos hemos dado cuenta de que nos atacaban, que dinamitaban la vida democrática, que bombardeaban nuestras vidas y las de los que hoy son jóvenes o niños, o todavía tienen que nacer. El capitalismo se encuentra en pleno epicentro de una falla sísmica que acaba de dar sus primeras sacudidas. Si la indignación no consigue generar ideas de cambio real y sustancial, válidas para una gran mayoría, el futuro se nos presenta bien movido.