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Territorio, recursos naturales y conflicto social en América Latina

Tica Font
Directora del Instituto Catalán Internacional por la Paz
Tica Font

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"En el día de hoy durante dos ocasiones efectivos de la Infantería de Marina realizaron ametrallamientos indiscriminados en el caserío de Bajo Cuembí, Perla Amazónica, Putumayo, sembrando pánico entre niños y niñas de la escuela…" Así empiezan muchas noticias que recogen los conflictos sociales que desde hace más de una década se extienden por América Central y del Sur.

En las décadas de los 60-90 la conflictividad social estuvo marcada por el uso del suelo, por la implementación de proyectos agrícolas. La Revolución Verde cambió las formas de producción de alimentos, se concentraron grandes extensiones de tierras, se implantaron los monocultivos, se introdujeron abonos, pesticidas, el uso intensivo del agua, etc. Como consecuencia millones de pequeños campesinos se endeudaron, tuvieron que vender la tierra o fueron expulsados de la misma mediante la violencia. Millones de ellos tuvieron que emigrar a las periferias de las ciudades y se empobrecieron. Todavía hoy las grandes corporaciones dedicadas a la producción de alimentos siguen presionando al campesinado para introducir monocultivos dedicados a la soja, caña de azúcar, banano, palma africana o ganadería o, les presionan para que abandonen sus tierras. En estos momentos las mayores presiones se centran en la producción extensiva de cultivos para biocombustible.

Pero en los últimos 15 años la principal conflictividad social se ha centrado en el subsuelo, en la implementación de proyectos mineros a gran escala en México, El Salvador, Guatemala, Paraguay, Ecuador, Perú, Bolivia, Colombia, Brasil, Argentina o Chile. Por ejemplo en Colombia de los 114 millones de hectáreas que tiene el país, más de 8,4 millones están concesionadas para la explotación minera y 37 millones están tituladas para la explotación de hidrocarburos. La conflictividad minera va acompañada de la conflictividad en la construcción de presas para la producción de electricidad (generalmente para abastecer los proyectos mineros), solamente en Centroamérica hay 340 proyectos de construcción afectando a 170 ríos. El "boom" minero y de macroproyectos de infraestructuras, forma parte de la apuesta desarrollista y de prosperidad de los gobiernos Latinoamericanos. La "locomotora económica" y el crecimiento económico se basa en la economía extractiva.

Cabe tener presente que la mayoría de estos proyectos se ubican en territorios campesinos o en tierras comunitarias indígenas en donde el Estado prácticamente no ha tenido presencia y en donde las poblaciones han construido sus propios modelos de desarrollo, distintos a los que el gobierno quiere implantar. Estas comunidades se oponen a los proyectos mineros alegando el deterioramiento y la contaminación de las tierras y la deforestación de grandes extensiones de tierra. Protestan por el uso intensivo de las aguas por parte de las empresas mineras, algunas de ellas pueden utilizar un millón de litros de agua diarios, uso que provoca la disminución de caudales río abajo y afecta el cultivo, la vida de los peces o el abastecimiento domestico. También se quejan de la contaminación de las tierras y aguas (corrientes y subterráneas) o de la modificación del curso de los ríos. El proyecto minero Angostura (Colombia) con licencia ambiental para extraer oro, contempla la utilización de 40 toneladas diarias de cianuro; la construcción de una hidroeléctrica como la Cerrón Grande en El Salvador desplazó a 13.339 habitantes por efectos de la inundación de tierras.

Los pobladores de tierras donde tienen lugar los megaproyectos de infraestructuras o las actividades extractivas, sienten que toda esa actividad les va a afectar, que van a perder la propiedad de las tierras, en donde plantan su comida en donde pasta su vaca y sus animales o que debido a la contaminación de la tierra y el agua, contraeran enfermedades. Ellos aseguran que no van a recibir beneficios de dicha actividad, ni económicos ni en servicios sanitarios o educativos y en el caso de la producción eléctrica los beneficiarios serán las empresas mineras pero no los pobladores. Los campesinos e indígenas defienden su forma tradicional de relacionarse con la tierra y el agua, se oponen a la introducción de dicha actividad.

En la medida que los pobladores, campesinos e indígenas, se oponen a dichas actividades industriales y manifiestan su oposición, surgen los problemas sociales. Las empresas concesionadas intentan dividir a la población mediante las promesas de creación de empleo y la minimización de los impactos humanos, sociales y ambientales de su actividad. Pero como dicha actividad forma parte de los objetivos de desarrollo gubernamental, ante el rechazo social las fuerzas públicas suelen generar cordones de protección a dicha actividad económica.

En las últimas décadas los movimientos indígenas han llevado a cabo una lucha organizada en defensa de sus culturas, de sus tierras, de sus conocimientos y saberes. Luchas por unos derechos que han sido recogidos en el Convenio 169 de la OIT y que recoge la obligación de los gobiernos a preguntar a estos pueblos sobre las diferentes propuestas legislativas o proyectos que les puedan afectar con el fin de lograr su consentimiento o llegar a un acuerdo. Cabe recordar que dicha consulta no es vinculante, es decir, que aunque el pueblo se niegue, a que se lleve a cabo un proyecto, este puede seguir adelante si el Gobierno del Estado lo considera. Este derecho de consulta está siendo ampliamente vulnerado.

Las presiones para que las comunidades de campesinos y comunidades indígenas acepten la implantación de megaproyectos se llevan acabo mediante señalamientos y amenazas a sus líderes, criminalización, desprestigio mediático e incluso judicialización de las organizaciones sociales. En el caso colombiano, con una larga trayectoria del uso de la violencia, las comunidades han sido victimas de masacres, bloqueos económicos, desplazamientos forzados, amenazas y asesinatos; ejercidas por grupos paramilitares y guerrilleros cuyo objetivo ha sido y es apoderarse de la tierra y allanar el camino a la entrada de multinacionales o cobrar réditos por los recursos extraídos.

El ultimo informe de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (CODHES), señala que las zonas mineras están militarizadas y paramilitarizadas "La fuerza publica protege la gran inversión privada y los paramilitares evitan la protesta social y presionan el desplazamiento".1

En junio de 2010 el sacerdote Martín Octavio García de la comunidad de San José del Progreso (Oxaca-México). Después de una campaña de difamación en su contra por difundir información sobre las consecuencias del proyecto minero, el 18 de junio de 2010 fue secuestrado y golpeado por pobladores partidarios de la minera Fortuna Silver. Ese mismo día, el presidente municipal y el concejal de salud fueron asesinados durante un enfrentamiento. Posteriormente el sacerdote fue detenido y acusado de homicidio. Finalmente, fue puesto en libertad por falta de pruebas.


1. Boletin informativo 77, febrero 2011 (Volver)