Tribuna

Entender y tratar la violencia en El Salvador y Honduras

Rachel Meyer
Colaborada del Instituto Catalán Internacional para la Paz
Rachel Meyer

Rachel Meyer

Referidos por los medios de comunicación con expresiones tan provocativas como "Los países más peligrosos del mundo", El Salvador y Honduras han suscitado atención por tener, sin ser zonas de guerra, las tasas de homicidios más elevadas del mundo. Hace poco la revista Time informó que la ciudad de San Pedro Sula en Honduras ostenta el título de ciudad más violenta del mundo, situándose por delante de Ciudad Juárez, México, que ocupó este lugar durante los últimos tres años. Otro país centroamericano, Guatemala, no está muy por detrás en esta lista, dando lugar a la creación de un nuevo término, "el Triángulo Norte" para referirse a la región geográfica que ha visto tanta sangre derramada.

Esta violencia incesante hace que muchos observadores se pregunten por sus causas. Unos apuntan a las guerras civiles y a la violencia política de los años 80, que de repente dejó armas y combatientes sin un propósito fijo después de firmar los acuerdos de paz. Otros culpan al proceso de democratización que tuvo lugar en la región después de firmar los acuerdos de paz, ya que se puso demasiado énfasis en los aspectos procedimentales de la democracia (partidos políticos y elecciones periódicas), sin prestar atención a la parte humana que hace funcionar esas instituciones (reconstruir el entramado social, luchar contra la impunidad y la corrupción). También hay quien dice que es responsabilidad de la pobreza y la inmensa desigualdad en la región. Seguramente cada una de estas teorías es acertada en parte, pero con una mejor comprensión de las causas de la violencia, aumentaríamos la posibilidad de crear políticas públicas eficaces, cuya carencia en la actualidad es evidente.

Hay una iniciativa en marcha en El Salvador que ofrece la posibilidad de orientar el país en otra dirección. En la primavera del 2012, líderes encarcelados de las dos maras más conocidas negociaron una tregua con el eventual apoyo del gobierno. Las maras acordaron un cese al fuego a cambio de una mejora en las condiciones carcelarias para algunos —no para reducir las penas. Inmediatamente las tasas de homicidios bajaron sustancialmente, y hasta ahora estas tasas se han mantenido en niveles más bajos. A pesar de algunos alegatos de que el descenso en homicidios ha provocado un incremento en otros tipos de violencia, como el número de personas desaparecidas, no existe evidencia que sustente esta tesis. Este aire prometedor que atraviesa la sociedad salvadoreña plantea muchas preguntas y ofrece pocas respuestas. ¿Durará la tregua? ¿Tomarán las maras en el futuro al gobierno como rehén para pedir más concesiones a cambio de seguir cooperando? ¿Cómo reaccionará el resto de la sociedad salvadoreña ante esas personas marginadas? ¿Estará dispuesta a ofrecer una nueva oportunidad a aquellos que quieren otro tipo de vida? ¿Ofrecerá el sector privado oportunidades de trabajo a ex-miembros de esas maras para que haya alternativas legítimas a su vida anterior?

La violencia en Honduras, en cambio, parece no disminuir. A raíz de la presión de personajes públicos como Julieta Castellano, rectora de la mayor universidad hondureña (cuyo hijo de 22 años fue asesinado por la policía nacional el año pasado), el presidente Lobo aprobó de forma reacia una depuración de los agentes de policía que no superen una prueba de confianza. También se han recomendado reformas estructurales profundas para introducir cambios radicales en la policía y en el poder judicial; pero a corto plazo, el ejército, que también tiene un record vergonzoso de violaciones de los derechos humanos, está llevando a cabo labores policiales bajo un estado de emergencia oficial. Los últimos titulares apuntan a que los oficiales expulsados pueden resistirse a la depuración, un hecho preocupante, dada la agitación política que dio lugar a un golpe de estado en 2009.

Empujados por la presión pública, en los años 2000 los gobiernos de El Salvador y Honduras implementaron políticas de Mano Dura que resultaron ser vanas. Durante el mismo período, algunos líderes latinoamericanos se arriesgaron con políticas poco convencionales cuyos resultados fueron sorprendentes. El ex-alcalde de Bogotá, Anatanas Mockus, redujo la violencia y las tasas de homicidio en la capital colombiana al contratar mimos para avergonzar en público a los malos conductores, cerrar los bares más temprano u organizar eventos nocturnos sólo para mujeres, pidiendo que los padres se quedaran en casa para cuidar a los niños. No existe una hoja de ruta para guiar a los políticos o a los ciudadanos hacia un futuro más pacífico, pero la tregua de las maras parece ser la idea más prometedora en El Salvador. Mientras tanto, el ejército hondureño sigue patrullando las calles y las tasas de homicidio siguen subiendo. Ante este escenario, viene a la mente el conocido refrán: "La locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes". Teniendo en cuenta la gravedad de la situación, vale la pena recordar que en los meses y años por venir todas las medidas, incluso las más innovadoras, merecerán atención.